La caída de un dictador suele ser una imagen entrañable en los libros de historia.
Salvo, claro, cuando ésta da lugar a una situación peor a la que se vivía antes.
Ayer pude ver en el canal de la BBC la entrevista con Kadhim Sharif al-Jabouri, el hombre que produjo la estampa más recordada de la caída de Saddam Hussein, en abril de 2003, cuando tomó un mazo y arremetió contra la base de la estatua del dictador iraquí, en la plaza de Firdos en Bagdad.
Trece años después de esos hechos, Jabouri dice que le gustaría reponer la estatua sobre el pedestal, pues el país que ha emergido es mucho peor que el que había antes.
“Me gustaría reconstruirla, pero me temo que si lo hago, me maten”, afirmó en la entrevista.
Y eso que Jabouri padeció la furia de la dictadura. Durante un tiempo fue el mecánico a cargo de las motocicletas de Saddam Hussein, pero, tras de caer de su gracia, fue encarcelado y vio cómo el régimen asesinó a unos 15 familiares suyos.
El hombre vive hoy exiliado en Beirut. Dice que después de la invasión estadunidense las cosas empeoraron año tras año. “Ha habido corrupción, violencia y saqueos. Saddam mató a mucha gente, pero nada como el actual gobierno. Saddam se fue, pero en su lugar aparecieron mil como él”.
Aunque nadie puede alegar que la vida bajo el anterior régimen de Irak era color de rosa, hoy ese país está destrozado por los conflictos internos y el terrorismo.
Hace unos días, un bombazo en un mercado de Bagdad, atribuido a la organización yihadista Estado Islámico, mató a más de 200 personas que hacían compras para festejar el fin del mes del Ramadán.
En otras partes de Oriente Medio y el norte de África, las promesas democráticas de la llamada Primavera Árabe terminaron en graves conflictos internos que han causado más sufrimiento que las dictaduras que existían antes de 2011.
Es el caso de Libia, que se libró de Muamar Gadafi; Egipto, que lo hizo de Hosni Mubarak, y Siria, donde Bashar al-Ásad se aferra al poder, pese a la destrucción del país.
Cuando no existe una institucionalidad que llene el vacío que dejan los dictadores –como ocurrió en Chile y en España–, éste se llena con personajes igual o más nefastos. Personajes que, además, se sienten con derecho de imponer su voluntad en nombre del cambio.
Guardadas todas las proporciones, la caída de Elba Esther Gordillo del liderazgo real en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) –ocasionada por su procesamiento penal en 2013– destapó una caja de Pandora del mismo estilo.
Es innegable la perversión del sector educativo a la que contribuyó con su estilo La Maestra. Sin embargo, también lo es que el gremio hoy se encuentra en absoluto desorden y sin visos de que se arregle pronto lo que ya estaba mal.
Sin un liderazgo firme ni visible en el SNTE, lo que ha sucedido es que la disidencia radical se ha convertido en el único interlocutor del gobierno.
No hay asomo de mecanismos institucionales de negociación. Lo que se ha impuesto es un juego de fuerzas en el que la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) ha dedicado todo su empeño y sus peores recursos a tirar la Reforma Educativa.
Es lo que Émile Durkheim llamaba anomia, es decir, la ausencia de una estructura firme que dé cauce pacífico y ordenado a las demandas sociales.
La llegada de Gordillo al liderazgo sindical se dio en medio de un movimiento docente masivo que tumbó a su predecesor, Carlos Jonguitud Barrios. Hoy parece haber una mayoría silenciosa que sólo contempla esta lucha de vencidas.
¿Qué tendrá que pasar para que esa mayoría se manifieste?
La negociación entre el gobierno y el grupo más activo del magisterio se está dando por medio de marchas y bloqueos que ahorcan la vida cotidiana de muchas comunidades a fin de obligar a las autoridades a instalar mesas de negociación.
La CNTE lo hace, incluso, sabiendo que si se llega a usar la fuerza pública en su contra, esto puede ser capitalizado en su favor.
Es irónico, pero aquí aplica perfectamente el lugar común: parece que estábamos mejor cuando estábamos peor.
