La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

 

Los años pasan y el rock sigue ahí.

Dicen que drogas se comen a las neuronas.

Las chicas vienen, se enloquecen y se acuestan. Se paran, se sientan, se enloquecen y se van. Regresan, huyen, pero tarde o temprano, golpean y se van.

Los sesenta mataron a muchos, hicieron ricos a pocos y envilecieron a los demás.

Sólo los más fuertes o lo más bellos o los adinerados o los que se vendieron bien o los que innovaron o los que no fueron aplastados por la ola tóxica sobreviven.

Unos quedaron sordos. Otros ciegos, jodidos y locos. Otros huérfanos, muchos malviajados, dos o tres rengos, y varios mancos o idiotas.

Llegaron los setenta y los estudios “de primera”: Allan Parsons no era un señor que vendía pavos.

Hubo de todo. Más Hertz, más decibeles, más instrumentos, y coca y bencedrina y alcohol en grandes cantidades. Más mujeres llegaron, se enloquecieron, se acostaron, se bajaron, se fajaron, se sentaron, se desesperaron, se enriquecieron, se fueron, regresaron y se esfumaron. Otras se murieron.

Los niños buenos no sirven para el rock.

Es la regla: hay que tener algo mal en el cerebro o destrozado el corazón.

Hay que tener un padre te haya manoseado o una madre que se haya lanzado por la ventana o un cura que te haya empinado o un bastardo te haya cortado cartucho en la sien durante la tierna edad en la necesitabas un abrazo o un beso… no un plomazo.

Los niños buenos bailan.

Los malos se estremecen, se revuelcan, se desnudan, se estrujan, se la jalan, se avientan de espaldas como una prueba de confianza hacia la turba embelesada que gime abajo. Esa es la única fe posible. Es la única forma de hacer cable con la tierra si te dedicas al duro oficio del rock.

Los niños buenos saben cantar y conocen de octavas. De primeras terceras y quintas.  Cantan con los ojos cerrados porque en su bondad infinita creen que con eso llegaran al cielo.

Los setenta estaban enfrente como un sol agonizante y carbonizado. Había que abrir bien los ojos para no perderse el espectáculo: mirar el humo, el color, las ondulaciones de un tiempo que muchos, los niños buenos, creían lineal.

¡Decadencia, decadencia! Había que ser el más temerario y el más imbécil a la vez. Eso nada tenía que ver con las visiones ulteriores, pues la imbecilidad es también un estado puro del espíritu.

Había que condenarse, aunque sea un rato, al retroceso.

Volver a ser simios colgando de un árbol. Homínidos a punto de descubrir la capacidad del dedo prensil.

Había que gritar.

Era necesario desgañitarse para que el diablo te escuchara porque para ese tiempo, ya se sabía, Dios era un cruel y sádico sordo.

Había que tomar el riesgo de quedarse tirado en la calle, en la banqueta, debajo de un tinglado, junto a una bocina, dentro de un taxi: meado, vomitado, violado, hecho mierda por la mierda, y en la mañana, de ser posible, renacer para empezar de nuevo y trabajar sólo un poco… o robar o estafar a alguien para poder tener un día, antes de que la muerte le ganara al silencio, una Ibañez o una Fender o una Dreadnought de rebaja colgada en racks.

¡Todo por el maldito rock! Tan ingrato, tan puñetero que olvidó a Haley por no tener el sexo inquieto de Elvis. Sí, el rock’n roll olvidó a Haley por ser un pobre gordo bizco y desgraciado, y lo condenó a tocar en clubs de poca monta por tres pesos y un scotch. Olvidado y dando vueltas en el reloj que lo condenó a ser el rey por un sólo día.

¡Todo por el maldito e ingrato rock! Que nos regalaba la arcada oportuna para vomitar sangre e inventar idiomas místicos como el zehul o la extraña y entrañable lengua de los pot head pixies que viajaban en teteras “made in Canterbury”.

El infame e injusto rock que dejó idiota a Syd, castrado a Lou, muerto a Hendrix, a Joplin, a Ian, a Cobain. Deprimido y gordo a Elvis, afónica a Joni, tullido a Wyatt, blanco a Michael y huérfanos a todos.

¿Los ochenta? ¡oh, qué asquerosos! Con sus loops y sus copetes y sus Radio Kaos y sus paupérrimos Collins y Peter Gabriel’s.

¡Pero qué grandes a la distancia!

Cuando miramos con el rabillo del ojo todo eso fue un cuento; el relato corto del punk, del “Nadir’s big chance” y el sensual andrógino con rayo en la jeta. ¡Let’s dance! y que un niño bueno con corbata de beatnick tardío toque el keybord mientras el Popper entra lúbrico cuando estalle el chart.

Y la rola que ayer fue veinte, hoy es uno. Y uno será quince mañana pues, ¡oh, baby! la vida es corta, ¿sabes? Sólo Balzac y los chorizos sinfónicos de Yes duran más que el subidón de un Hoffman.

24 por segundo y todos fueron actores de sus propios churros, rodeados por grupis y putas caras que valía la pena pagar para seguir en onda, para aguantar otra embestida como de toro que quiere cogerse hasta al gordo desleal que lo pica desde un caballo de acero.

Y la muerte no llegaba. El mal hacía metástasis y nos carcomía los huesos.

Orinar medio litro de cerveza dolía más que un parto, y las mujeres ya no engendraban monstruos sino los sueños de esos monstruos.

Cayeron los muros, y la magia del ojo del gran hermano nos convidó un poco de esos abrazos postergados por décadas, de esos besos que a la distancia se oían como algo parecido al rumor de la libertad.

Eran los noventa y la lista se hacía más corta.

El mundo se acostumbró a seguir girando sin Lennon, pero aun así seguía entre nosotros forever and ever, ¡maldito bastardo!

¿Y qué culpa teníamos los que entonces éramos niños como para creernos  la idea “papita-frita” de que todo lo que necesitaba el mundo era amor?

¡Eran los noventa, carajo! Y un tipo andrajoso al que su madre nunca le dijo “te quiero” a los seis años, le gritó a los fucking gringos que todos necesitaban litio mientras se masturbaba con una cuchara y una liga mirando cómo sodomizaban a su mujer, una tal Courtney Love.

Eran los noventa y las niñas buenas no volteaban a discreción para admirar la verga amotinada en minúsculos shorts de licra de un rubio narigón que daba gritos felinos en un concierto que era transmitido vía satélite desde algún lugar de Tokio.

Los noventa y las absurdas conversiones: drogones que se volvieron monjes, monjes que cantaban en punctum quadratum canciones para follar en el antro, puritanos que terminaron adorando a otra Marilyn que no era dama ni era rubia, sino todo lo contrario.

De la era de los hongos sólo quedaba la ingrávida melena leonina de Phil Spektor tras las rejas.

Y no moría. Quien le puso fecha de caducidad al rock salió con los pies por delante antes de que a Harrison le robaran en su propias narices harekrishnas a la voluptuosa y siempre alegre Pattie Boyd.

¿Era la hora de terminar, de desconectar al rock?

No.

Porque mientras hubiera  hambre en el mundo existía la oportunidad de robarle el pan al rico para aparecer en la foto instantánea del pobre, ¡oh, santo patrono de los Zulu! Era el apóstol Bono, y África esperaba por él con los brazos famélicos bien abiertos. Bono y su activismo “Tom Ford”, Bono y su conciencia dublinesa como salida de un cuento de Joyce grabado y producido por la Warner con la bella voz de Pavarotti al despertar.

Fue en Sídney en donde se tocó por primera vez la tonada Indie del nuevo milenio. En una Ópera iluminada por rayos láser con colores que emulaban la belleza de la mezcalina huichol, pero los venados no eran venados; eran renos y un ¡ho, ho, ho! coqueteaba con la idea de sintetizar el llamado de los canguros para procrear.

El rock, el bendito y tantas veces emasculado rock que nos regresaba al spleen del poeta maldito y que logró comprimirse en formatos exportados de Palo Alto.

Hacía mucho que el acetato había desaparecido y que los discos plateados no nos servían más que para usarlos de charolas donde disponer las líneas blancas de la felicidad artificial.

Dos mil años de Cristo (o algo mejor) ¡dos mil años sin él!

Porque antes hubo un tiempo luciérnaga en el que la criatura infernal salió de Londres para matar a los dioses con sus dientes… aunque su daga más letal fue el siempre el metal. ¿No lo creen? Pregúntele a Maggie Tatcher, que terminó pudriéndose entre un charco de sangre, uniformada y rubia, en alguna esquina oscura de Portobello Road.

¿Qué ruido es ese?

Son dos ancianos venerables que han comprado tanques de oxitocina y pergeñan desde los Hampton’s sus inminentes y exitosos encores.

¿Didgeridoos, tablas, cascabeles, campanitas, cítaras?

¿Acaso se han cansado del refrito y vienen presurosos como pastores de zapatos rotos a innovar?

¿Qué jodido ruido es ese?

Es el viejo judío Zimmerman se ha cansado de ser Bob Dylan y canta a Rodolfo el Reno en señal de renovación.

¿Qué mentado ruido es ese?

Es su ilustre y gansteril Leonard Cohen que ha botado su dra-che tibetano y ahora vuelve a hablar inglés y a cobrar en euros.

Los años pasan. Ya estamos aquí.

¿Quiénes viven para contarlo?

El rock no es como la juventud. No es una enfermedad que se cura con los años.

Las mujeres, ahora más empoderadas, llegan, se enloquecen, se acuestan, se paran, se sientan, cobran y se van. Regresan siempre. Todas vuelven la vista atrás.

Los millenials no oyen, no gritan, no empujan, no cogen.

Llevan la mirada baja y la espalda corva. Apple y sus bondades los ha lanzado a la cuarta dimensión. Al juego del tiempo, donde seguramente, y Satanás mediante, también habrá rock.

Y ahí, cuando todo parezca perdido, lo único que seguirá intacto será el bronceado abdomen un tal Iggy Pop.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *