La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Gabriel Zaid es un caso excepcional en el mundo de la literatura. Pocos conocen su cara. Sólo sabemos, por oídas, que es un señor blanco, alto y de lentes. Su rostro puede ser el rostro con el que va a trabajar todos los días un banquero o un peluquero o un maestro. Lo seguro es que tiene un rostro; con su par de ojos, una nariz, una boca, un puñado de dientes y algunas arrugas.
También es de suponerse que con ese rostro nació, fue a la escuela, obtuvo su primer trabajo, se subió a algún transporte colectivo y a muchos aviones. Gabriel Zaid tiene un rostro, una cara que muchas mañanas ha de haber amanecido con las rayas de la almohada estampadas.
Tiene un rostro con el que escribe, pero eso, eso es lo que precisamente él siempre ha evitado: que el rostro del autor influya en su obra.
Supongo que muchos escritores y amigos suyos (y por supuesto su familia) han visto la cara de Zaid. Han observado cómo sonríe o las muecas que pueda hacer al hablar o al encabritarse. Pero la mayoría de sus lectores no saben de qué lado se le va la boca cuando ríe o si tiene un lunar cerca de los ojos o si las líneas de expresión denotan descontento o amargura o si tiene esas pequeñas fisuras que se nos hacen a los fumadores alrededor de la boca por el constante esfuerzo de succionar el filtro.
No conocemos a Gabriel Zaid, ¡y vaya!, el señor tiene un nombre bonito. Un buen nombre. Su nombre.
Puede que sea bien parecido, y a la vez modesto, y que le ruborice tener todo en la vida: una buena prosa, una mente brillante, un cuerpo bien hecho y una obra portentosa.
La gente no perdona ni el éxito ni la belleza ajena y desconfía de ese equilibrio sobre todo en un círculo como el intelectual, pues existe la idea absurda de que la belleza está peleada con la inteligencia.
Estoy haciendo una suposición rayana en la frivolidad, pero quién sabe… nuestros escritores y artistas no siempre son tan estilizados como sus trabajos, o al revés.
Gabriel Zaid ha demandado a medios de comunicación que intentaron explotar su imagen. Medios que mandan a sus reporteros y que le han tomado fotografías y las han publicado sin su consentimiento.
Ahora abro el Google en busca de una pista. Escribo su nombre y aparecen cientos de imágenes de cientos de hombres que se llaman Gabriel Zaid, o personas que tienen algún tipo de vínculo con nuestro Gabriel Zaid o con otros Gabrieles Zaid del mundo. Hay unos morenazos musculosos, varios caballeros de traje, dos chefs y tres jugadores de tres deportes diferentes.
Encuentro de pronto una imagen. ¡Es él! Oprimo el link y me lleva a un portal desconocido que reproduce una columna del Gabriel Zaid que busco y es un señor delgado, con poco cabello blanco, con lentes y sin bigote. Un señor que aún conserva la línea de una facciones delicadas, pero eso no importa, pues en su mirada brota el brillo de la inteligencia.
En la emblemática fotografía del equipo que formó la redacción y el consejo editorial de la revista Plural, dirigida por Octavio Paz, aparecen Salvador Elizondo, Marie Jo Paz, Tomás Segovia, García Ponce, José de la Colina, Alejandro Rossi y Kazuya Sakai. Hay también una mujer que está sentada al lado de la silla de ruedas de García Ponce. Puedo suponer que es su esposa, Mercedes.
Todos miran a la cámara. Todos menos José de la Colina que está de espaldas mirando al librero. Pero hay una figura que resalta; y resalta precisamente porque no quiere destacar, la figura de un hombre de traje que es visiblemente más alto que Tomás Segovia.
Está colocado al lado de Marie Jo Paz, y suponiendo que la señora usara un tacón de 9 cm, podemos afirmar que el misterioso personaje es también más alto que ella.
Todos se ven encantadoramente contentos. Elizondo, como siempre, fuma.
Lo que no sabemos es qué expresión tiene el señor de traje que oculta su rostro detrás de la revista. Y no lo sabremos nunca.
Es Gabriel Zaid y evidentemente solo los que estaban ahí podrían decirnos si sonreía, si tenía cerrados los ojos o si estaba de perfil mirando los caileres galopantes de la francesa.
Al escuchar una palabra que da nombre a un objeto o a una persona, inmediatamente aparece en nuestra mente la representación de ese objeto o esa persona.
Cuando tomamos conciencia y las bases del control de nuestra memoria se activan, la palabra “mamá” nos codifica en el cerebro la imagen de una señora. Una mujer conocida que puede ser morena, delgada, rubia o trigueña. Nos dicen “mamá”, y una mamá con todas su características aparece.
Se presenta plena. No es un bulto.
Si conocemos a nuestra madre, al escuchar su nombre hacemos una conexión instantánea y la vemos en todo su relieve.
Sólo después de la primera representación mental, empiezan a aparecer las sensaciones que nos provoca su imagen.
La gente que hemos escuchado el nombre Gabriel Zaid, y que no somos ni su vecina, ni su sobrina, ni su contador ni su amigo, no podemos hacernos una representación de su imagen, y por lo tanto, no existen distractores que nos prejuicien o nos desconcierten.
Así pues, al llegar a una librería con el firme propósito de comprar un ensayo de Zaid, sabes que te estás llevando la obra por su valor intrínseco, no por factores externos como que el señor te haya caído bien o mal porque lo viste en la televisión, o porque es tu vecino nuevo y quieres llevarle el libro para que te lo firme y así poder alardear que vives junto a un intelectual.
¿Qué ha ganado con esto el señor Zaid?
Lectores que buscan su obra, no su nombre.
No lectores que intenten elogiarlo para recibir el favor de su agradecimiento, ni escritores carroñeros que se pongan junto a él en la foto oportuna con el propósito de parecer cercanos a él y asumirse como sus discípulos.
Los que leen a Zaid no lo leen porque sea un escritor que explote su talento con otro tipo de recursos cosméticos o accesorios.
Pero Zaid es un caso excepcional que podría calificarse casi como una excentricidad (aunque sea involuntaria).
Muchos de los afectos, y filias y fobias, nacen (estúpidamente) a partir de la imagen física que se nos presenta.
Abro tres libros al azar y busco la fotografía y la semblanza de sus autores.
Tengo en la mano “Limónov”, del escritor francés Emmanuel Carrère.
Ya he leído el libro y me parece deslumbrante: la historia de un poeta estrafalario ruso, Edouard Lomónov, en la que el narrador (el propio Carrère) habla en primera persona y va entretejiendo su experiencia con el personaje que presenta.
No es una obra de ficción. Es una especie de biografía compartida, una biografía en fuga… pero no voy a reseñarla.
Vamos al rostro. Al rostro del autor.
En primer lugar, ¿por qué tengo este libro? ¿Quién me presentó a Emmanuel Carrère?
El primer libro de Carrère que leí fue “El Reino” y lo compré porque vi la foto de uno de los ejemplares en el muro de Facebook de Tryno Maldonado. Tryno lo recomendaba. Decía que era un “librazo”, así que fui por él a los pocos días.
Este libro, al igual que Limónov, es poderoso y revelador.
Cuando me gusta un autor trato de leer toda su obra, y así pasó con Carrère.
He leído casi todos sus libros. Sólo me faltan dos, pero son inconseguibles.
Al leer a Carrère te das cuenta que es bastante conservador. También descubres que es amante de las novelas rusas (su madre es una experta en Rusia porque es de ascendencia rusa y escribió mucho sobre la Unión Soviética).
El estilo Carrère es un tanto (mucho) egocéntrico. A partir de “El Adversario”, aparece en casi todos sus libros como personaje.
Carrère está medio loco. Es un hombre de contrastes: fue el ateo más ateo de los ateos, luego en una crisis existencial se abrazó a la cruz y se volvió un erudito en la vida de Lucas y san Pablo, después le entró a las meditaciones profundas, al yoga y al zen, y mandó a volar su cristianismo, y terminó haciendo excelentes traducciones al francés de los evangelios.
No es el primero ni el único escritor que pasa por tremendas conversiones; ahí tenemos a Papini.
Su rostro.
La comparación es inevitable, y por eso siempre trato de leer el libro antes de ver la foto del autor. Emmanuel Carrère es idéntico a Xavier López “Chabelo”.
Si le pusieras overol y lo plantaras en un escenario con foquitos de colores, podría despistar a unos cuantos incautos y catafixiarles uno de sus magníficos libros por una horrorosa sala de Muebles Troncoso
Los lectores mexicanos de Carrère sabemos que se parece físicamente a Chabelo y eso resulta espeluznante.
El autor tiene un rostro que aun sector específico le puede causar conflicto. Yo jamás tomaría con seriedad un libro escrito por Chabelo.
Pero Emmanuél Carrère nada tiene que ver con el viejo encarna a un niño tumefacto y ojeroso.
Carrère es uno de los grandes de este tiempo.
Ahora tengo en la mano “Tren Nocturno”, de Martin Amis.
Es una pequeña novela policiaca. ¡De las mejores novelas policiacas que he leído! Las palabras justas, los personajes trabajados quirúrgicamente. Una prosa sin rebuscamientos, siempre alejada de la solemnidad.
El primer libro que leí de Amis fue “Dinero”, y desde ahí supe que era uno de mis cinco escritores favoritos. Adoro sus guarradas y sus personajes decadentes.
La edición que tengo de “Dinero” no trae foto en la segunda de forro, así que primero conocí a Amis por su manera de escribir.
Luego me fui a Google y a Youtube para conocerlo más. Leí críticas sobre su obra y vi entrevistas que le han hecho.
Martin Amis tiene el rostro del perfecto degenerado que tanto me gusta. Es un rubio con dientes postizos y entrado en canas.
Es un escritor apuesto, pero sobre todo, su rostro es la imagen del “niño bien” que se dio chance de portarse mal.
En “Experiencia”, Amis presenta parte de su biografía y de la evolución en su proceso creativo. Habla de su padre, el escritor Kingsley Amis, de sus mujeres, de sus amantes, de sus primas, de su amistad con Salman Rushdie, Christopher Hitchtens y Julian Barnes.
El libro también contiene las cartas que le enviaba a su padre y a su madrastra, y una buena cantidad de fotos. Hay una que sobresale de entre las demás, y que es, de hecho, la que ilustra la portada: un niño rubio como de 7 años de edad vestido con shorts y camisa blanca. El niño calza unos choclos roídos de la punta y tiene un cigarro encendido entre los labios. Un niño guapo, pero sobre todo, precoz y ladilla. De mirada maliciosa y brazos rechonchos.
Ese es el rostro del pequeño Martin Amis, el que con el tiempo se convertiría en uno de los mejores escritores de su generación.
Por último tomo un libro que acabo de comprar y aún no he leído. Voy a abrirlo en este momento para ver el rostro del autor.
Es un hombre blanco de rasgos durísimos. Si lo viera en la calle juraría que es un psicópata que viene a matarnos a todos. Tiene los ojos más profundos y torvos que he visto. Ojos hundidos y mirada desconcertante.
¿Cómo escribe? ¿Qué tan importante es su obra? ¿Por qué voy a leer este libro?
Sé quién es. Sé la influencia que tuvo sobre la generación Beat. Sé que este libro es amargo y denso.
El autor derrocha desprecio en su mirada y espero encontrar ese mismo desprecio en su prosa.
Sé, por las reseñas que he leído, que es un pro nazi y antisemita. Pero quiero leer “Viaje al fin de la noche” porque el rostro del autor y los comentarios que he oído sobre el libro me inquietan.
Louis- Ferdinand Céline tiene una cara, y no es precisamente una cara confiable. No tiene el rostro de la serenidad.
