La lucha por el control de las aceras del Centro Histórico es dura, brutal. Cada centímetro cuesta y si quieres vender, así sea de pie y caminando, pagas.

Por: Guadalupe Juárez / @lup24horas
Foto: Archivo Agencia EsImagen 

El repique de las campanas por la mañana anuncia el inicio de las ceremonias eclesiásticas en los distintos templos del Centro Histórico de la capital poblana. Como hace 300 años, esos sonidos son las manecillas de un reloj que indica las 10 horas y el inicio de una jornada laboral para quienes su lugar de trabajo es la calle.

Mujeres, hombres y niños acomodan la mercancía que venderán, “antes de que salga la gente de la iglesia”, dice Martina a su hija de 8 años, mientras se apresuran a colocar bolsas de tunas sobre una lona azul tendida en la acera de la calle 5 de Mayo y 18 Poniente, frente al templo de Santa Mónica donde está la imagen del Señor de las Maravillas, muy socorrido por los fieles.

Al avanzar a calles contiguas a la 5 de Mayo, como la 10 y 8 Poniente, sombrillas azules y verdes o rejillas de plástico blanco ocupan un lugar en ambos lados de la banqueta, pues de esta forma delimitan el espacio por el que pagaron.

Beto, Javier, Édgar, Martín, René y Lola –así, sin apellido– son los nombres que vienen a la cabeza de los comerciantes al mencionar a sus “líderes”; ni siquiera pueden describirlos físicamente, pues su imagenes la de  varias personas sin rostro que les dan permiso para vender en la calle por una cuota diaria. Son, como ellos los llaman, los que “cobran piso”.

“¿Que cómo entré?”, se pregunta un comerciante que vende ropa deportiva en la 8 Poniente quien, al igual que el encargado de cobrar las cuotas, prefiere que no se conozca su nombre.

“Le di 700 pesos en un inicio”, se responde y continúa en un susurro: “pero ellos deciden si puedes vender o no.

Aunque sea la calle, tiene precio”, sentencia, y el claxon de los automóviles atrapados en el congestionamiento vial, el crujir de los zapatos al contacto con el asfalto, las risas y conversaciones que se quedan en el aire –junto con los gritos de los vendedores– inunda con cacofonía  el mediodía para dejar en segundo plano el resonar de las campanas.

De acuerdo con los comerciantes, la cuota más alta (300 pesos diarios) corresponde a los espacios cercanos a la calle 5 de Mayo o de aquellos que desean exhibir sus productos en un espacio de más de 2 metros cuadrados. En contraste, 25 pesos al día es el monto menor que pagan los vendedores de frutas y verduras o quienes ocupan menos de 1 metro de la banqueta para trabajar.

“Depende de lo que vendas o del espacio que ocupes y de la calle que quieras”, explica uno de los vendedores de ropa –artículo que más se observa comercializar en las calles de Puebla– al tiempo que acomoda los jeans en los maniquís que impiden el paso a los peatones. Así, detenidos a la fuerza, sus ojos caen como el hierro, de manera irremediable, en el imán que está sobre la pared: una cartulina fluorescente que reza “bara, bara”.

Si se tomara la cuota más baja que cobra un líder (25 pesos diarios), se multiplica por los 30 días de un mes y luego por los 900 comerciantes que contabilizaron en los últimos días las autoridades municipales, la cuenta ascendería a 675 mil pesos, es decir, cuatro veces más de los 130 mil 731 pesos al mes que ganaba Antonio Gali Fayad como presidente municipal, según datos del portal web del Ayuntamiento.

Aunque para los informales los ingresos que tengan los líderes o recordar su rostro no es relevante, cada vez que comienza el día su objetivo es convencer a la gente de comprar; cada peatón es una oportunidad de vender su mercancía, un posible cliente.

“Ahora que le venga el apagón, de todos modos va a necesitar una de estas. Qué le parece, jefecita: 60 pesitos, sin necesidad de estarle batallando, sin necesidad de estar girando la posición de la antena. Llévese este que ya está calado, que ya está funcionando”, se escucha una voz ronca que se agudiza con el uso del micrófono de diadema que porta el vendedor ambulante en la esquina de la 3 Norte y 14 Poniente. Intenta vender algunas antenas electromagnéticas y consigue atrapar por unos instantes la atención, al menos, de una anciana, que se detiene y hurga en su bolsa buscando con cierta ansiedad algo de dinero para comprarla.

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De un lado a otro 

Manuela rebana con el cuchillo un pedazo de sandía y de melón para un coctel de frutas que le pidió un par de turistas rubias; ellas miran la fruta, sin titubear, y piden un vaso sin preguntar el costo. Los labios secos comienzan a mojarse sólo con oler el mango que inunda parte de la calle donde está el puesto.

—¿Con chile y limón? —pregunta. Su esposo se apresura a cortar en dos un limón que exprime sobre la fruta. En la carretilla utilizada como un puesto improvisado están dos sandías, cuatro melones y una bolsa llena de limones; los mangos no se encuentran a simple vista, sólo se observan los que están cortando y a punto de vender.

Al cobrar 20 pesos por el vaso repleto de fruta, el marido de Manuela guarda rápido el dinero en la bolsa izquierda de su pantalón de mezclilla desgastado y observa con alegría que cuatro personas más están haciendo fila para adquirir uno de los cocteles que prepara.

Y todo se reducea una operación: más gente, más dinero.

“Aquí casi no me molestan (6 Oriente), pero no nos quedamos fijos, estamos cinco o diez minutos y nos movemos, porque si no nos quita el Ayuntamiento (…) pedir un espacio en la calle no nos sirve porque ellos están en el calor, y la fruta se echa a perder.

También no nos conviene, nosotros no estamos todo el día, solo un ratito, terminamos y nos regresamos a la casa”, explica Martina, quien tiene recogido el cabello con un chongo sostenido por tres ligas de color rojo y un babero azul que luce con manchas de distintos tamaños provocadas por el líquido de la fruta cortada.

A lo largo de la calle 5 de Mayo hay cinco personas en las esquinas de la 2 Oriente, 2 Poniente, 4 Oriente y 4 Poniente que, como Martina, venden productos cuidando que no los descubran las autoridades, pero también se esconden de los líderes de las calles. Con gritos intentan llamar la atención de los peatones ofreciendo sus productos: “… colores por cincuenta pesos, caja de colores por cincuenta pesos”. Oferta que se pierde entre el bullicio de la gente y el tráfico vehicular del Centro Histórico.

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