Gerardo Gutiérrez

Lo trascendente del arranque de funciones de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y de 869 jueces y magistrados electos por voto popular –la mayoría sin trayectoria en el Poder Judicial– no es la prometida renovación de la justicia, sino la confirmación de una era de reconcentración del poder político, con la justicia ya bajo su órbita. 

Una regresión en términos de legalidad, justicia y democracia si consideramos los principios de los clásicos del Estado de derecho democrático. 

En El espíritu de las leyes, tratado emblemático de la separación de poderes como escudo contra el despotismo, se expone, desde el siglo XVIII, el escenario político ante el que estamos en el México de hoy. Potencial triste desenlace de la transición democrática en la que se inscribe la reforma judicial de 1994 que sentó las bases de la independencia del Poder Judicial.

“No hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo y del ejecutivo”, dice Montesquieu. “Si se uniera al legislativo, la vida y la libertad del súbdito quedarían expuestas a un control arbitrario, pues el juez sería entonces el legislador. Si se uniera al poder ejecutivo, este podría actuar con violencia y opresión”.

Sin importar quiénes detenten esa manga ancha de discrecionalidad y arbitrariedad: “Todo se acabaría si el mismo hombre o el mismo cuerpo, ya sea de la nobleza o del pueblo, ejerciera esos tres poderes”.

Desde el sexenio pasado se veía que tal era el móvil principal de una “reforma” que no tocaba para nada a causas primarias de la terrible impunidad que hay en el país, como las limitaciones de los ministerios públicos y la politización de las fiscalías.

La reforma no obedeció a un interés genuino por la justicia sino, por su fondo, forma y procesamiento, a quitar de en medio a un control del poder político, como se hizo con los organismos autónomos. Combinación de venganza y expediente de fuerza luego de que decretos y leyes inconstitucionales fueran frenados por amparos y controversias constitucionales, haciéndose valer la autonomía judicial. Recuérdese aquello de “no me vengan con ese cuento de que la ley es la ley”.

Lo que empieza mal, difícilmente acaba bien. El nuevo sistema judicial nace con una mancha de ilegitimidad, cuestionado como una suerte de caballo de Troya para consumar la destrucción de la división de poderes, o el acaparamiento de éstos, que es lo mismo, bajo los ropajes de una transformación de la justicia. 

En las elecciones del 1 de junio para elegir a jueces, magistrados y ministros, que el oficialismo presentó como exigencia “del pueblo”, participó solo 13% del padrón. Y con el escándalo de las denuncias de que buena parte de quienes lo hicieron pudieron haber sido coaccionados, inducidos o, en el mejor de los casos, persuadidos no solo para ir a las urnas, sino para votar por candidatos pre-seleccionados. Los tristemente famosos “acordeones”.

Detrás están también las cuestionables maniobras que permitieron cambiar la Constitución para lo que desde el Ejecutivo Federal se presenta como el inicio de “un verdadero estado de derecho”, cuando “se termina la era del nepotismo, corrupción y privilegios, y comienza una nueva era de legalidad y justicia”.

A lo que siguió uno de los procesos electorales con más señalamientos de manipulaciones para direccionar el voto de que se tenga memoria, como han denunciado ONGs que hicieron labores de observación, como Defensorxs.

Tampoco sorprende que seis de los nueve integrantes de la nueva SCJN tengan elementos de estrecha cercanía con el oficialismo, sean profesionales o aún familiares, incluyendo militancia en el partido y cargos como la titularidad en la consejería jurídica de la presidencia. 

Ni rituales de purificación e invocaciones a Quetzalcóatl, como se hizo en el día número uno de la nueva SCJN, ni retórica de devoción al pueblo en abstracto, dan a los ciudadanos concretos las garantías a sus derechos que sí ofrecen la efectiva independencia judicial y la división de poderes. Hay que seguir defendiendo esos principios.

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