Los habitantes de los municipios poblanos afectados por Earl cambian las herramientas del campo por las de construcción para afrontar la catástrofe. Mientras, en algunos hogares, lloran por los muertos y desaparecidos
Por Guadalupe Juárez
CHICAHUAXTLA, TLAOLA. El agua llega hasta mi cuello, cierro los ojos y rezo, mi vida está a un suspiro de terminar. Mis lágrimas se confunden con el agua con lodo que llena mis zapatos y empapa mi ropa.
Son las nueve de la noche. Pareciera que escucho a la muerte pasar por las calles, su caminar es ruidoso, sus zapatos crujen. Llora y sus lágrimas destruyen todo a su paso.
La mesa de la que me sujeto flota en la habitación. Veo mi taxi llenarse de lodo y atorarse en las bardas de la casa.
Earl desgajó los cerros, desbordó los ríos, sepultó viviendas, destruyó caminos, convirtió las calles en furiosos ríos. Las casas se deshicieron, sólo quedan piedras.
Es sábado. Luego domingo, nueve de la mañana.
Mi nombre es Francisco Javier Quiroz, de 23 años. Gracias a Dios estoy vivo para contar lo que vi, después de pasar 12 horas bajo el agua en la casa de un desconocido.
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La comunidad está bajo el agua. Es de las únicas en toda la Sierra Norte que a 48 horas de la contingencia se encontraba incomunicada.
Un tramo de la carretera funciona de estacionamiento para quienes van en automóvil, ahora hay que seguir una hora a pie entre los caminos enlodados y cerrados por árboles.
Los caminos de concreto son sólo un pedazo deshecho de no más de un metro de ancho.
La gente cruza la estructura a punto de caerse con pasos lentos, no importa que los tenis, botas o huaraches se ensucien. Llevan víveres y ropa a quienes no pueden acceder a las localidades cercanas.
Los productos de las tiendas escasean. El agua potable se fue junto a las tuberías destruidas y destrozadas bajo las piedras de río y junto a los automóviles enterrados.
Acarrean agua del centro de salud que brota de las paredes y de los cerros. Los lavaderos y cubetas de agua se encuentran en el acceso principal, las mujeres lavan ropa y los niños se enjuagan la suciedad de sus prendas, la tierra seca de sus cabezas y brazos.
Una viga de madera es la conexión entre los ocho barrios existentes. Los pobladores cuentan ocho, pero ya no existen. En su lugar hay pedazos de cerro y casas destruidas.
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En lo que esperan ayuda, los hombres de la localidad cambiaron el campo y la cosecha del café por palas y carretillas para intentar limpiar las calles y devolver el río a su cauce.
El olor de los animales muertos inunda algunas ruinas. Otros aprovechan que hay chivos perdidos y se apropian de ellos con una correa.
Los que todavía tienen batería en sus celulares graban el desastre.
Los niños juegan y coleccionan objetos sin dueño. Zapatos y tenis sin par.
Algunos pobladores mueven una roca.
Otros más intentan quitar un automóvil del paso del río.
Un grupo de mujeres se toman de la mano para cruzar una calle inundada para evitar que las arrastre la corriente.
Francisco Javier logra rescatar su automóvil. Tiene suerte y, pese a estar inundado, arranca. Se ofrece a llevar a tres hombres que le ayudaron a rescatar su vehículo.
En algunas casas casi secas, hay veladoras prendidas. Pero a falta de tienda donde comprar los materiales adecuados para llorar una muerte, optan por un montón de hojas de aguacate, mole y un refresco de naranja de dos litros.
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Candelaria Vázquez. El nombre se repite entre quienes lamentan la tragedia. Tres mujeres la recuerdan: vivía cerca del río y, pese a las advertencias de que un día iba a desbordarse, decidió quedarse.
La lluvia en forma de depresión tropical que azotó a la entidad le quitó la vida.
El señor que limpia las calles con un machete amarrado en su cintura recuerda haberla hallado entre la tierra. La confundió con un cerdo por su piel desnuda y sus brazos desgarrados, la envolvió en una cobija y esperó a que sus familiares la reclamaran.
Ante la falta de apoyo aun de las autoridades locales, estatales y federales por el difícil acceso, sus deudos improvisaron un ataúd con madera. El dolor es mayor, porque cinco personas de su familia, entre ellos un bebé de dos años, siguen sin aparecer, aunque afirman que están muertos y sepultados por el puñado de rocas y tierra que cayó del cerro.
No permiten fotos, pero acceden a relatar que nunca les había pasado algo similar.
Ahora observan los cuatro cerros que los rodean y dicen temer a que la lluvia los sepulte.
“No hay salida, podemos morir”, expresa la sobrina de Candelaria.
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Son cerca de las cinco de la tarde.
Un par de grúas acumulan tierra e improvisan un puente con ella, así las camionetas de policías estatales pueden acceder a la comunidad.
Cada uno de los accesos es restaurado. Ahora pasan a pie, y camionetas con despensas, colchonetas y cobijas.
El agua empieza a retomar su cauce, pero gotas de lluvia y estruendos amenazan con terminar lo empezado. Las bardas que penden de rocas se ven más vulnerables ante el agua. Las calles, recién despejadas, se vuelven a llenar. El río puede tomar cualquier dirección que le plazca.