Lograr la unidad siempre ha sido un objetivo explícito de la izquierda mexicana. Sin embargo, la experiencia nos dice que pocas veces los llamados a la unidad llegan a buen puerto.

Ha habido excepciones, por supuesto. Entre 1981 y 1988, la izquierda llevó a cabo un paciente y constante esfuerzo unitario que culminó en el gran partido que añoraron varias generaciones de miembros de ese bloque.

Tres años después de que el Partido Comunista Mexicano logró su registro electoral –en el marco de la Reforma Política capitaneada por Jesús Reyes Heroles–, esa organización se unió a otras fuerzas menores, como el MAP y el PSR, para dar vida al Partido Socialista Unificado de México (PSUM).

Un sexenio después, el PSUM y el PMT –de Heberto Castillo– se fusionaron para crear el Partido Mexicano Socialista (PMS).

Luego de algunos meses de titubeo, el PMS se sumó al Frente Democrático Nacional (FDN), que postuló a Cuauhtémoc Cárdenas a la Presidencia de la República, en 1988.

Después de las elecciones, los partidos integrantes del FDN discutieron la conformación de un partido único. Sólo el PMS aceptó ceder su registro electoral y de ahí surgió el Partido de la Revolución Democrática (PRD), en 1989.

En toda la historia de la izquierda nunca había habido un partido con tantas posibilidades de alcanzar el poder. Se había logrado formar un poderoso instrumento político, integrado por personas que provenían de un amplio espectro ideológico, desde ex militantes del PRI hasta exguerrilleros.

El PRD aguantó la ofensiva del gobierno del Carlos Salinas de Gortari para debilitarlo. En 1997 ganó la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal y, tiempo después, iría sumando gubernaturas a su lista de conquistas electorales: Tlaxcala, Zacatecas, Michoacán, Guerrero…

Sin embargo, casi tan rápido como comenzó a ascender, se inició un proceso de división interna. El viejo sectarismo volvió por sus fueros y el PRD se fue desgranando ante la pelea de las corrientes internas por controlar el proceso de designación de candidatos.

La lucha por el cambio social había devenido en una pugna por posiciones de poder.

De los 14 exdirigentes nacionales del PRD, cinco han renunciado al partido.

De casi 26% de la votación que logró en las elecciones federales intermedias de 1997, su porcentaje de sufragios se redujo a menos de 11% en comicios similares realizados el año pasado.

La estocada al PRD no se la dieron sus competidores sino surgió de adentro: la salida de Andrés Manuel López Obrador, quien abandonó sus filas para crear Morena, un partido que se propone acabar con el perredismo casi con tanto ahínco como con el que busca el poder.

Hoy, luego de una crisis interna que provocó la renuncia al cargo de dos dirigentes nacionales en menos de dos años, el PRD se ha propuesto ir a la búsqueda de la unidad perdida.

El viernes pasado, el jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, hizo un llamado a la conformación de un frente progresista para enfrentar el proceso electoral de 2018.

El problema es que, a diferencia de los años 80, cuando la izquierda no había probado las mieles del poder, hoy se ha instalado en el seno de ese sector ideológico una serie de intereses que hace muy difícil pensar en la unidad.

El sábado, López Obrador dejó muy en claro su distancia respecto del PRD. En un mitin en su natal Tabasco, el exjefe de Gobierno capitalino dio el banderazo de salida a su tercera campaña por la Presidencia y dijo que sería muy difícil una alianza de Morena con los perredistas porque “ellos no se han deslindado del PAN y del PRI, siguen en la mafia del poder”.

Pese a todo, ¿será posible ver nuevamente unida a la izquierda mexicana, como lo estuvo en 1988, hace ya casi tres décadas?

Quizá, porque los intereses en juego en 2018 son muy poderosos, pero se antoja imposible sin una reedición de lo que ocurrió en 2012: la renuncia de todos los aspirantes a la Presidencia a favor de López Obrador. Así como lo hizo Marcelo Ebrard tendría que hacerlo esta vez Miguel Ángel Mancera.

Ése es el precio de la unidad de la izquierda.

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