El presidente Enrique Peña Nieto acompañó al gobernador Rafael Moreno Valle a Huauchinango, donde platicó con damnificados por Earl
Por Mario Galeana
—¿Y qué es lo que le dirá al Presidente?
—Que nos reubiquen. Que nos den una casa. Algo. Cualquier cosa. No queremos algo grande. Sólo algo. Algo para poder decir: “Esto es mío”.
- ••
Las hélices de uno, dos, tres helicópteros pasan por encima de la cabeza de todos. O eso suponemos. El techo de lámina del gimnasio del Instituto Tecnológico Superior de Huauchinango ahoga la vista del vuelo de las aeronaves y su único rastro es el estruendo que aún reverbera sobre todos. Es un sonido metálico, potente, como si miles de bichos chocaran contra el techo, o como si un cerro se desgajara en mitad de la tormenta.
El hombre de pasos rápidos y copete aliñado cruza el dintel de la puerta del gimnasio. Unas 300 personas han esperado medio día sólo para ver su figura, para escuchar sus palabras. Sin embargo, su silueta es – para todos– inasequible, pues la comitiva de 40 personas que lo rodea deja ver acaso la manga de una camisa roja a cuadros negros, que se agita en un saludo que nadie responde porque nadie sabe a quién dirige.
Al llegar al centro, el rompecabezas del copete brilloso, de la mano extendida, de los jeans grisáceos, toma forma.
Es el presidente Enrique Peña Nieto. Y su lengua, en primer momento, empuña el luto.
“Estamos aquí ante los muy lamentables hechos ocurridos esta semana, sobre todo por estas intensas lluvias que aquí se registraron, y que tanto aquí, como en otras partes de la geografía nacional, provocaron decesos, hubo pérdidas de vida que mucho lamentamos”.
- ••
El aire nítido de la mañana sopla en Huauchinango. Unos niños van y vienen con un gastado balón azul entre los pies, el cabello revuelto y la saliva seca en las comisuras de la boca como si de colmillos se tratase. Otro grupo de chiquillos con miradas febriles oyen, sentados sobre el suelo, atentamente, un cuento que dos mujeres leen frente a ellos.
Es el Instituto Tecnológico Superior de Huauchinango. O lo era. La tormenta tropical Earl lo ha cambiado todo. Las escuelas son albergues; los matorrales, tendederos donde la ropa cuelga, meciéndose suavemente; las aulas, habitaciones que albergan de cuatro a cinco familias; el gimnasio, un comedor, una bodega. Earl lo ha cambiado todo.
Muy temprano, un rumor ha corrido de catre en catre y de aula en aula dentro del albergue-escuela: el presidente de México visitará Huauchinango. Y, para ser más precisos, recorrerá aquel albergue.
—¿Y qué es lo que le dirá al Presidente? – se pregunta a Guadalupe Morales Negrete.
—Que nos reubiquen. Que nos den una casa. Algo. Cualquier cosa. No queremos algo grande. Sólo algo. Algo para poder decir: “Esto es mío”.
- ••
Enrique Peña Nieto sostiene el micrófono durante siete minutos y 40 segundos. Su figura es pequeña, delgada. Unas cuantas venas rojas surcan las órbitas de sus ojos. Luce cansado.
Son las 15:30 horas de un –hasta ahora– caluroso martes. Es 9 de agosto. Apenas empuña el aparato que hará retumbar su voz en el gimnasio, algunas de las personas damnificadas sacan sus teléfonos y graban la figura y el mensaje del habitante de Los Pinos.
Trágico. Para algunos, esos aparatos de menos de 12 centímetros que sostienen con las manos son lo único que les queda tras el paso de Earl.
Peña Nieto lo sabe. O quizá no. Su arribo a Huauchinango ocurre en mitad del descubrimiento de un nuevo escándalo por propiedades inmobiliarias develado por el diario británico The Guardian.
¿Qué tan ajena puede resultarle a Peña Nieto la sensación de la pérdida de todo lo encontrado? Imposible determinarlo. Pero el reflejo de la pérdida, de aquel monstruo gris que entierra la uña del miedo sobre el vientre, está ahí, frente a sus ojos: justo en los ojos de los demás.
“Mi llamado es: no regresen”, les dice a quienes antes de llegar al refugio vieron sus casas inundadas, las grietas aguzándose, el mundo cerrándose en una cortina de lluvia.
“Lo importante es que estén a salvo. Que tengan dónde guarecerse, que tengan alimentación y atención. Hay muchos lugares donde todavía hay mucho riesgo y podemos enfrentarnos a muchos deslaves”, añade. A su lado, el gobernador Rafael Moreno Valle sonríe cómodamente.
La visita de Peña Nieto ha retrasado 40 minutos la hora de la comida. El gimnasio se llena de olor a humedad, chile y jitomate.
“¿Ya comieron?”, pregunta Peña Nieto poco antes de soltar el micrófono. Mujeres de rostros morenos responden meneando la cabeza de un lado a otro.
- ••
Lo primero que Guadalupe logró ver tras destrabar la puerta de su casa fue un líquido oscuro al nivel del estómago de sus tres hijas, y un abismo de miedo abriéndose en los ojos de las pequeñas.
La angustia le había roído cada fibra del cuerpo poco antes de que la madera cediera y lograra, con ayuda de un grupo de vecinos, rescatar a Vanesa, de 16 años; a Dana Paola, de 14; y a Sharlyn, de 11.
Ahora las niñas corren de un aula a otra, dentro del refugio. De aquella tormenta han pasado ya dos noches y tres días, pero cuando Guadalupe Morales Negrete cuenta lo sucedido, la voz se cierra como si la garganta diera paso al aguacero, a la tormenta.
“No tengo más que a mi familia. Y las cuatro lo perdimos todo. De mi casa no quedó absolutamente nada”, dice.
No exagera. En su pequeño teléfono celular muestra una fotografía de un pedazo de tierra donde sobresalen un par de manchas negruzcas.
“Eran mi sala y mi cocina. Aquí, donde está esta otra mancha, estaba mi baño”, dice.
En la fotografía sobresale, a unos cuantos metros de los escombros de su casa, una vivienda portentosa, blanca, de dos pisos, sin grieta alguna. La vida está llena de cosas así.
“No sólo perdí la casa, perdí también la oportunidad de curar a mi hija, a Dana. Ella tiene hernias inguinales. En dos años ahorré 30 mil pesos para que la operaran. Y ahora el dinero debe estar flotando por ahí, desecho”, dice.
- ••
Enrique Peña Nieto reparte tarjetas como si de dulces se tratase. Al terminar su discurso en el gimnasio, recorre unas cuantas filas de pupitres utilizados, ahora, como mesas para comer, mientras recibe peticiones.
Y él, como respuesta, reparte tarjetas.
“Lo perdimos todo. Necesitamos que nos apoyen, por favor. Hace rato no nos dejaban entrar aquí, al refugio”, le reclama una mujer que, sin embargo, le abraza por la cintura.
“Sí, no se preocupen. Vamos a estar con ustedes. Y que no los dejaron entrar, supongo era por la seguridad que pusieron en el lugar por la visita. Discúlpenme. Es la costumbre”, dice Peña Nieto mientras sonríe, casi con coquetería.
Es cierto. Horas antes de su arribo, el Estado Mayor Presidencial ha llenado cada acceso y área del refugio de cordones y cintas. El Estado Mayor Presidencial es un nombre pomposo para denominar a los guardaespaldas del presidente: hombres robustos, malencarados, con la orden de negar el paso a todos los que no sean refugiados o no posean prendido a la camisa el logo del gobierno federal.
A Peña Nieto lo ha acompañado su círculo más cercano: ahí están, detrás de él, con las manos cruzadas en el regazo, Miguel Ángel Osorio Chong, José Antonio Meade, José Narro, Salvador Cienfuegos, Renato Salas. Quizá sólo hagan falta Luis Videgaray y Rosario Robles, aunque ella ha visitado Huauchinango un día antes.
“Debería ir a ver las colonias cómo quedaron”, dice un hombre de bigote ralo al presidente.
“Sí... sobrevolamos por la zona y vimos cómo quedó todo”, le contesta.
El hombre queda con un gesto de desconcierto. Desconoce cómo luce la devastación desde los aires, tal como Peña Nieto desconoce cómo luce la devastación a ras del suelo.
El presidente escucha un par de mujeres más antes de emprender la salida y acuartelarse unos 40 minutos con el Comité de Evaluación de Daños. Luego sale y, a paso veloz, enfila hasta el helicóptero.
“¡Peña Nieto, venga a saludarnos! ¡Peña Nieto, venga a saludarnos!”, grita un grupo de niños reunido en la entrada de uno de los edificios escolares.
Y Peña Nieto va. Los saluda. Choca palmas y sonríe, sonríe sin contemplaciones. Luego, enfila de nuevo hacia el helicóptero. Un niño hincha el pecho y dice, en juego, “yo soy el presidente”. “No, yo soy el presidente”, dice otro. Y luego, como un telón de lluvia fina, las risas de los pequeños rebotan a lo largo del refugio.
Por encima de sus cabezas se forman algunas nubes. Las risas reverberan. El sonido de la tormenta reverbera. Y uno no puede dejar de pensar en ambas cosas, que parecen, a la vez, sombrías y bellas.
Como la esperanza, como el amor, como mirar al pasado ahogarse en una sola noche.