Caso Monzón

La reposición de la audiencia en el caso de violencia familiar contra Javier N, excandidato a la gubernatura y principal señalado en el feminicidio de la activista Cecilia Monzón, exhibe nuevamente las grietas del sistema judicial poblano. Lo que pudo resolverse con celeridad terminó convertido en un retroceso procesal que, además de innecesario, reabrió heridas para una familia que desde 2022 enfrenta no sólo la pérdida irreparable de Cecilia, sino también un laberinto burocrático que parece diseñado para agotar a las víctimas. La lectura íntegra de la denuncia original y la emisión de una nueva sentencia, que a fin de cuentas replicó el fallo de hace seis meses, deja al descubierto el sinsentido administrativo de un Poder Judicial que actúa más por formalismos que por justicia. La propia familia lo calificó como un trámite “absurdo”, y el término no resulta exagerado ya que obligar a repetir una etapa final ya resuelta, no sólo dilata un proceso que de por sí avanza con lentitud exasperante, sino que coloca a las víctimas en una posición de vulnerabilidad, incertidumbre y desgaste emocional. El panorama se agrava con el retraso del juicio por feminicidio. La ausencia reiterada de testigos demuestra que el proceso se encuentra atrapado en omisiones básicas que prolongan la espera de justicia. Esta demora es especialmente dolorosa tratándose de Cecilia Monzón, una abogada que dedicó su vida a defender a mujeres violentadas y que terminó siendo víctima de la misma violencia que combatía. El temor expresado por Helena Monzón ante la posibilidad de que Javier N pudiera recuperar su libertad es revelador. Habla de una justicia incapaz de generar confianza, incluso en casos de alto perfil donde la atención pública debería servir como un contrapeso para garantizar transparencia y rigor. Si aun bajo escrutinio el sistema tambalea, ¿qué pueden esperar miles de mujeres que denuncian violencia sin reflectores que respalden su demanda? Esos casos ¿están condenados al retraso y la impunidad? ¿Será?

Autonomía

La Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) conmemora 69 años de autonomía universitaria, un hito que marcó el inicio de una nueva etapa en su desarrollo institucional. Este logro fue resultado de la movilización y el trabajo de la entonces Federación Estudiantil Poblana (FEP), cuyos integrantes impulsaron la elaboración del anteproyecto de la Ley Orgánica que respaldaría la independencia académica y administrativa de la institución. El proceso culminó el 23 de noviembre de 1956, cuando el Periódico Oficial del Estado de Puebla publicó el decreto que otorgó total independencia en sus decisiones a la universidad. Sin embargo, sería hasta 1963 cuando la BUAP consolidaría plenamente su carácter soberano, tras una reforma legal que estableció al Consejo Universitario como su máxima autoridad. A lo largo de estas casi siete décadas, la autonomía ha permitido que el rumbo de la universidad sea definido por su comunidad: estudiantes, docentes, investigadores y personal administrativo. Este modelo de gobernanza ha contribuido a que los objetivos institucionales respondan a las necesidades y aspiraciones de los universitarios, orientando su labor hacia la formación, la generación de conocimiento y el servicio a la sociedad. Sin embargo, como cualquier organización humana, la máxima casa de estudios del estado tiene frente a sí la oportunidad de adaptarse a los nuevos tiempos, cuando la juventud demanda y quiere más. ¿Será?

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