Arranca la polémica

La propuesta del Gobierno de Puebla para permitir arrancones en el autódromo Miguel Abed de Amozoc abrió un debate que cruzó las fronteras estatales. Tras la muerte reciente de dos jóvenes, la intención de regular una práctica peligrosa bajo el argumento de “inhibir” la clandestinidad parece, cuando menos, contradictoria. Desde la Comisión de Movilidad de la Cámara de Diputados se emitió una postura más cautelosa. Su presidenta, la legisladora federal por Movimiento Ciudadano, Patricia Mercado, advirtió que normalizar la conducción temeraria bajo un entorno “controlado” podría reforzar la percepción de que el exceso de velocidad es una forma aceptable, e incluso alentada, de entretenimiento. Y no es un detalle menor: la propia Ley de Movilidad y Seguridad Vial de Puebla prohíbe expresamente cualquier tipo de competencia de velocidad. El primer reto del Gobierno estatal, entonces, no es operativo, sino legal y argumentativo: explicar por qué una actividad catalogada como infracción podría convertirse en política pública. En contraste, en el Congreso de Puebla algunos legisladores de Morena consideran que prohibir genera clandestinidad. Ahí, la discusión se desliza hacia la lógica de que el Estado debe abrir espacios para actividades riesgosas porque los jóvenes “de todas formas las harán”. Es la misma narrativa que históricamente ha acompañado la permisividad institucional frente a prácticas peligrosas, ya que en vez de educar, prevenir y disuadir, se opta por habilitar. El fondo del problema es otro. La muerte de jóvenes en carreras clandestinas no se reduce a la falta de instalaciones oficiales, sino a una cultura de velocidad sin consecuencias, a una débil aplicación de la ley y a un Estado que no ha logrado construir alternativas seguras y accesibles de movilidad y recreación. Convertir los arrancones en una actividad semilegal podría terminar enviando el mensaje contrario al que se busca: que la velocidad es un espectáculo que puede gestionarse como cualquier evento deportivo. ¿Será?

Ataque incendiario

La detención de Gabriel N, alias El Tato, señalado como presunto autor material e intelectual del ataque al centro nocturno Lacoss, confirma un patrón criminal de grupos que disputan el control del narcomenudeo y las extorsiones. El atentado del 18 de noviembre, ejecutado con tres motocicletas y seis atacantes, dejó siete muertos y expuso la operación bajo amenaza de distintos negocios. Que El Tato buscara controlar la venta de drogas dentro del establecimiento y, al no lograrlo, presuntamente ordenara un ataque incendiario, habla de la brutalidad con la que estas células actúan. Pese a la detención, la captura de un presunto responsable no equivale a desmontar las estructuras que permitieron el atentado; más bien, podría ser apenas la superficie de un entramado que involucra rutas de distribución, complicidades locales y una dinámica criminal que ha encontrado espacio para expandirse. Mientras tanto, siete familias enfrentan consecuencias irreversibles, y la ciudadanía observa cómo episodios de violencia extrema se vuelven cada vez más frecuentes en espacios públicos de la capital poblana. El caso Lacoss exige algo más que detenciones espectaculares: requiere una revisión seria y profunda de la política de seguridad, una transparencia que hoy es insuficiente y un compromiso real para enfrentar los factores que permiten la operación de estas células delictivas en plena ciudad. ¿Será?

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