¿Líder o huachicolero?

La reaparición pública de Antonio Martínez Fuentes, mejor conocido como El Toñín, vuelve a exponer la distancia entre el discurso oficial de combate al huachicol y la realidad de los liderazgos locales que, pese a los señalamientos y operativos fallidos, continúan ejerciendo poder social y político en sus regiones. El caso de Quecholac es quizá el ejemplo más evidente. Resulta particularmente llamativo que, mientras el Gobierno estatal insiste en que nadie está por encima de la ley, Martínez Fuentes aparezca con total libertad en eventos públicos y en redes sociales, promoviendo acciones asistenciales que refuerzan su imagen de “benefactor” y amplían su base social. Esta disonancia entre el señalamiento oficial, que lo ubica como presunto líder huachicolero, y su operación cotidiana como figura de apoyo comunitario es un reflejo más del poder paralelo que persiste en diversas regiones del estado. La respuesta del coordinador del Gabinete estatal, José Luis García Parra, evidencia la molestia de la administración pública ante una narrativa descontrolada: medios que visibilizan la popularidad de El Toñín y una población que no sólo lo respalda, sino que lo defiende. Este choque entre legitimidad institucional y social deja al descubierto que en Quecholac la administración pública parece estar entrelazada con intereses particulares, en especial cuando la alcaldía es ocupada por la hija de Martínez Fuentes y, anteriormente, por su hermano. El punto crítico no es únicamente que El Toñín siga libre pese a los múltiples operativos fallidos entre 2017 y 2021, sino que conserve una influencia política que sugiere una estructura más profunda: una especie de cacicazgo moderno donde la autoridad moral y el control territorial se construyen mediante asistencia social, presencia constante y un discurso de cercanía con el pueblo. ¿Cómo se explica que alguien señalado por actividades ilícitas pueda sostener tal nivel de operación política y social? La respuesta apunta a una mezcla peligrosa de ineficacia institucional, posibles complicidades y un abandono prolongado del Estado en zonas donde los liderazgos comunitarios suplen funciones básicas que la administración pública ha sido incapaz de garantizar. ¿Será?

Jornada violenta

La violencia que atravesó a Puebla este miércoles apunta a una disputa criminal que opera con una impunidad que ya no sorprende, pero sí alarma. Lo ocurrido en Coronango, la capital y la franja limítrofe con Tlaxcala revela un patrón que, lejos de ser circunstancial, resulta de una inquietante frecuencia. El cadáver hallado en el río Tlapala, maniatado, con huellas de tortura y abandonado bajo un puente concurrido, es una demostración de control territorial. Coronango y los municipios colindantes se han convertido en corredores donde el abandono de cuerpos es una estrategia, no un accidente. En Puebla capital, el asesinato de un hombre señalado por vecinos como presunto narcomenudista revela otra cara del problema: colonias donde la población ya normalizó la presencia de actividades criminales y las fuerzas de seguridad actúan únicamente después de los hechos.  El hallazgo posterior de al menos seis cadáveres en caminos rurales cerca de Tlaxcala agrega una dimensión de mayor gravedad. La multiplicidad de víctimas y la dispersión de los cuerpos sugieren un mensaje interno entre grupos criminales, un ajuste de cuentas que no se molesta en ocultarlo. Así, Puebla se enfrenta a un escenario donde los hechos violentos ya no son excepciones sino parte de una rutina que se despliega en distintos puntos del estado durante una misma jornada. ¿Será?

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