El regreso de Manuel Espinosa a la capital poblana, tras el paso de Earl en la Sierra Norte, demoró 15 años; su vuelta fue en un ataúd

Por: Mario Galeana
Fotos: Jafet Moz / Agencia Es Imagen

Tlaola.– Manuel Espinosa González llegó a Chicahuaxtla hace 15 años, y no regresó a la ciudad de Puebla –la tierra que lo vio nacer– sino hasta su entierro.

El sábado 6 de agosto entró a la casa de Marcelina Cristóbal con velas, platos y vasos de unicel, y una sonrisa que le cruzaba medio rostro. En la vivienda de madera y adobe olía a chile guajillo, pimienta y puerco: a mixiotes.

“¿Ya estás listo para mañana? ¿De qué sabor quieres tu pastel?”, le preguntó al pequeño David, mientras le pasaba suavemente la mano por la cabeza. En unas horas, el chiquillo cumpliría cinco años, y Manuel, el médico de la comunidad, sería su padrino.

Pero el mañana jamás llegó.

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En Chicahuaxtla, una pequeña junta auxiliar del municipio de Tlaola, la muerte no se llama muerte. Mucho menos se llama Earl: la tormenta tropical que arrancó casas y vidas.

No. Aquí la muerte se llama Manuel. La muerte se llama Candelaria. La muerte se llama Pascual. La muerte se llama Elizabeth. La muerte se llama Renata. La muerte se llama Margarita.

Aquí la muerte se llama de todas formas, menos muerte. Cualquier nombre, excepto Earl.

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A Chicahuaxtla y Tlaola se llega a través de un sendero gastado que, a veces, ni a eso llega. La copiosa lluvia de los últimos días ha deslavado los cerros y, por eso, el camino se cierra a un carril, y a ratos apenas es un resquicio de asfalto por donde las llantas de los autos libran los abismos que se ciñen a sus lados.

Hasta antes de ayer, ni siquiera eso. El único paso posible al pueblo se realizaba en pie o burro, librando pedazos de árboles vencidos y rocas. Los pobladores y las autoridades improvisaron un puente con dos vigas de metal, por donde el recorrido de los autos ya es posible. Pero a cuentagotas.

a lluvia no se llevó la fuerza solidaria de los habitantes de Chicahuaxtla, quienes han improvisado caminos para llevar alimentos y condolencias
La lluvia no se llevó la fuerza solidaria de los habitantes de Chicahuaxtla, quienes han improvisado caminos para llevar alimentos y condolencias

Y, quizá, en los próximos días, sea necesario uno más. El constante flujo de un río –porque en Tlaola y sus juntas auxiliares siempre hay ríos surcándolo todo– ha quebrado el camino que conduce desde aquel municipio hasta Huauchinango, justo a altura de un paradero al que la gente llama La Gallera

Quienes pasaron por allí antes, aseguran que el lunes la abertura sobre el asfalto era sólo un boquete de unos cuantos centímetros. Hoy sólo queda la mitad del camino.

Una fila de al menos 50 autos espera su turno para atravesar el puente improvisado de metal. En camionetas traen montones de frutas, pañales, ropa, colchones y agua para sus familiares, conocidos o extraños.

Algunos optan por hacer el camino a pie, montando sobre su espalda costales de naranjas y plátanos. En el camino hay, al menos, dos panteones. Desde lejos, la tierra de los camposantos aún luce húmeda.

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“¡Doctor! ¡Doctor! ¡Entre! ¡Ya métase, por favor! ¡Doctor! ¡Doctor!”

Irene y Humberta se desgarraban la garganta intentando que Manuel les hiciera caso. Él, fuera de su casa y consultorio médico, aferrado con una mano a la herrería de una ventana, intentaba una y otra vez empujar, con una escoba, el agua que, para entonces, le llegaba apenas arriba del tobillo.

“¡No se preocupen, niñas. No se preocupen. Va a parar. No va a pasar nada. No se preocupen, niñas!”, les gritaba a unos 10 metros de distancia.

Eran las siete de la tarde del sábado 6 de agosto. El cielo gruñía para dar paso a la noche. Una noche sin fin. Apenas 20 minutos después, las niñas asomaron la vista nuevamente por la ventana.

Frente a su casa, el médico se aferraba con todas sus fuerzas a un pedazo de metal; la lluvia le había arrebatado los lentes. Y un río se había formado entre ambas casas.

Irene y Humberta Domínguez durmieron abrazadas aquella noche. Dormir es un decir. ¿Quién podría dormir cuando la muerte acecha desde el cielo? De vez en cuando prendían una lámpara apuntando a casa del médico, como diciendo: “no estás solo”.

Cuando la lluvia menguó, asomaron sus ojos para buscar a Manuel. No lo hallaron. No lo hallarían jamás.

Dos días más tarde, el martes 9, el cuerpo de Manuel apareció en otra comunidad de nombre Capultitla. La corriente del río arrastró su cadáver lejos. Y quien haya hablado con los pobladores de Chicahuaxtla, afirmaría también que el río arrastró lejos el corazón de varios de ellos.

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Ocho barrios dividen el pueblo de Chicahuaxtla: el de Puyicatla, el de Tlatilopa, el de Tlanepantla, el de La Joya, el de Nezahualpa, el de Acuitlapilco, el de Amelco y el de Apanco.

Se presume que, dentro de esos ocho barrios, ocho personas perdieron la vida. Los cuerpos de cinco de ellos están desaparecidos.

A Candelaria Vázquez, a su hijo Pascual Gabriel; a su hija de dos años, Elizabeth; a su hermana Renata; y a su nuera, que “venía de fuera” y que por tanto muy pocos sabían su nombre, se los llevó el agua y el fango. Sólo el cuerpo de Candelaria ha sido encontrado.

La muerte se llevó también a Margarita. Su esposo, Manuel Ayuloco –“chaparrito y muy simpático”, según el testimonio de los pobladores”– dio un paso fuera de casa y, antes de que Margarita lograra salir, el fango lo arrancó de la vista de todos. Su cuerpo no ha sido hallado. Y Manuel, refugiado en la casa de un vecino, moriría horas más tarde.

Dicen que murió de susto.

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A Manuel, el médico de Chicahuaxtla, le lloran Marcelina, su esposo David, y sus siete hijas. Entre todas, quien solloza más es Apolonia Reyes. “Fue mi padrino cuando cumplí 15”, dice mientras saca de un rebozo la fotografía de aquella fiesta, muy lejana al paso de la lluvia y los años.

Manuel fue como su segundo padre, y de él ahora no tiene más que el fango de 30 centímetros que quedó anidado en su casa y consultorio, los cajones revueltos donde yacen goteros, recetas arrugadas, y la imagen de un cristo languideciente en la pared.

Las ocho mujeres entran a la casa de Manuel. Levantan los pantalones que usó, las camisas, una maleta gastada y un par de zapatos rotos.

“Todos lo queríamos mucho. Él era bueno. Siempre lo invitábamos a comer y llegaba. Siempre que uno necesitara algo él estaba ahí. No cobraba consultas. Yo le decía: ‘Oye, tienes que cobrar algo. ¿Ya te diste cuenta que estás igual de amolado que nosotros?’. Y él sólo me respondía que no, que pa’ qué, que él no quería ser rico, que lo que quería era ayudar a la gente”, solloza Marcelina.

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—¿Nunca regresó a Puebla, a la capital?

— Nunca, nunca. Hasta ayer, en su caja. Pero él quería más al pueblo. Y el pueblo lo quería a él.

Y mientras uno brinca el fango, las lágrimas, la lluvia, los recuerdos, sólo desea una cosa: que un hombre nunca se vea condenado a ser enterrado lejos de la tierra que más amó.

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