La Navidad y el cierre de año suelen asociarse con celebración, pero para muchas personas representan un periodo de tristeza persistente conocido como depresión blanca.
Aunque no es un fenómeno nuevo, especialistas advierten que este episodio emocional se ha agudizado en los últimos cinco años, especialmente tras la pandemia de COVID-19.
Felipe Gaytán, sociólogo de la UNAM, explicó que el confinamiento, la ruptura de rutinas y la imposibilidad de reunirse aceleraron procesos emocionales que permanecían invisibles.
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La pandemia dejó una herida profunda en la salud mental colectiva, reflejada en irritabilidad, baja tolerancia a la frustración y dificultades para vincularse socialmente.
Desde una mirada social, el especialista identificó tres factores que vuelven a diciembre una temporada emocionalmente compleja.
El primero es la presión del reencuentro familiar, donde se impone convivir y cumplir expectativas que no siempre coinciden con el estado emocional individual.
El segundo elemento es la llamada felizología, una cultura que exige mostrarse contento y estigmatiza la tristeza, el enojo o la soledad.
Expresar emociones negativas en Navidad puede generar vergüenza social, lo que empuja a ocultar el malestar en lugar de procesarlo.
El tercer factor es el pasado no elaborado, ya que las fiestas funcionan como rituales de cierre que invitan a superar pérdidas sin haberlas trabajado.
Gaytán comparó este ciclo con el mito de Sísifo, donde cada fin de año se renuevan promesas sin soltar cargas emocionales pendientes.
A esta dinámica se suma la incertidumbre económica, familiar y personal, que intensifica el miedo y la sensación de fragilidad.
Para afrontar la depresión blanca, el especialista recomendó acompañamiento terapéutico y diálogo cercano, evitando discursos simplistas de autoayuda.
Finalmente, planteó resignificar la tristeza y crear espacios donde pueda ser escuchada y compartida, reconociendo su dimensión colectiva.