La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Llevo varios meses embebida leyendo los libros de Thomas Bernhard.
Leer a Thomas Bernhard puede parecer una adicción malsana. Bernhard requiere un lector atento, pero con sentido del humor. Se requiere vena y pulso de cirujano. Concentración-oído y caparazón. Sentido de la ironía, porque no se puede tomar literal cada maldición ni cada bombazo de escarnio que el viejo vuelca en las páginas. Bernhard se divertía escribiendo e incendiando los periódicos, y eso quería de sus lectores. Quería lectores a los que su obra no los “afectara” al grado de que le fueran a tocar a su puerta para decirle “Hey, mr. Bernhard: su libro me ha cambiado la vida o me ha afectado. O, ¡Hey, don Tomás!, es usted un malnacido. El más grande de los cretinos de la alta montaña”.
He leído casi toda su obra narrativa con bastante éxito y asombro. No he renunciado a transitar la espiral de sus intrincados pasajes llenos de repeticiones infinitas. No lo he padecido y se lo atribuyo a una razón: yo también soy monotemática y monomaniaca. Mis libros (los pienso escribir y los que leo) siempre son el mismo libro. Tengo en la cabeza, y más que en la cabeza, en el corazón, las mismas voces torturándome desde que nací.
De Bernhard me atrapó su musicalidad. Es como escuchar un “ostinato” de chelo. Una sonata de Schumman en ácido. A veces el vértigo llega a ser tan escandaloso que me provoca una súbita arcada como la que tuvo Oliver Messiaen la primera vez que escuchó La Consagración de la Primavera.
Cuando abro un libro del T.B, descubro una nueva pieza (monumental) en la que la variación no es otra cosa que una suerte de repetición.
He quedado prendada de su estilo porque contiene una alta dosis de amarga melancolía. Una alta dosis de enojo y furia. Un desprecio intrínseco por el mundo que conocemos como mundo. Ese mundo que vamos viviendo a ciegas sin notar la violencia de su canon.
La violencia con la que Bernhard se refiere a su ciudad y su “alta montaña” no es una violencia inútil o arbitraria. Es más; no es violencia en sí misma. Es una oda estruendosa y oculta a la supervivencia.
El encono en sus frases laberínticas está íntimamente ligado a un amor maltrecho, sepultado por la guerra y la enfermedad. El amor que los dogmas transforman en miedo. El rechazo al amor vulgar de la gente vulgar.
Bernhard no es el ogro de la alta montaña que sale por las noches a robarse los sueños de sus vecinos, al contrario, es un hombre que arremete contra el mundo terrible que se escuda en la belleza de la arquitectura y el artificio. A ese mundo le cierra la puerta en la nariz para luego confrontar (desde adentro) la falsa alegría de los maleados de la ciudad, con la crueldad verdadera de los que habitan la naturaleza. Una crueldad pura.
La piedra angular de su obra es la duda; única razón por la cual decidió amanecer cada día. La razón por la que, encerrado en el cuarto de zapatos del internado, no tomó nunca una agujeta o una cuerda de su violín para ahorcarse.
Quien sepa leer a Bernhard sabrá que no es comparable con el pesimismo de Ciorán. Bernhard no es pesimista, es un obseso del lenguaje. Y un hombre que es un obseso del lenguaje es necesariamente un hombre que contempla a otros hombres y sus respectivas representaciones del mundo, pero no de la manera que miran y aman los hombres que hacen de su obra una exaltación de sus conquistas eróticas, casi siempre frustradas y reconstruidas desde la resequedad de sus propias almas.
La visión amorosa de Bernhard no es la visión amorosa blandengue y almibarada que sienten los confundidos y los temerosos, sino la visión compleja del que duda y cuestiona esa otra visión facilista. Su visión amorosa no se estaciona en la epidermis.
El amor entre humanos felices es despreciable por parcial y estático. Ese tipo de amor que enarbolan los “simples de corazón”, o los que hacen de sus vidas una puesta en escena perfectamente calculada que será aplaudida por otros torpes de corazón que habitan en un eterno carnaval en el que no caen las máscaras.
Ese amor no es el amor de Thomas Bernhard. No es su visión. Y por eso es considerado como un odiador profesional.