Pío Carreño increpa a Sofía Lima por cuidar a Mariano Cuesta,  a lo que ésta le contesta  con un golpe a su virilidad

 

Mariano salió bien de la operación. Bien a secas.

El médico se reserva su pronóstico. Ahora vendrá una serie de sesiones de quimioterapia para reforzar el tratamiento. Hablé con él y me comprometí a acompañarlo para recibir su dosis de veneno. Está muy deprimido y se siente solo. Su mujer, doña Nosferatu, lo dejó encargado con una enfermera. La señora se fue de viaje a Tailandia. Un viaje de trabajo, dijo.

Por obvias razones, Mariano debe dejar de fumar, pero insiste en que si deja el cigarro, se muere de una crisis nerviosa. Me ha pedido que, mientras no esté Miranda, me mude unos días a su casa para hacerle compañía. Acepté. No sé muy bien por qué, pero de inmediato le dije que sí.

Ahora estoy preparando una maleta para trasladarme a su casa. Sólo espero que los vecinos metiches no le vayan a decir nada a la esposa. Seguro que no le va a gustar mucho la idea que una mujer de mi edad cuide al hombre al que le urge despachar para el otro mundo.

Mariano se puso feliz con la noticia. Yo estoy nerviosa porque una cosa es conocerse de lejos y otra muy diferente es ir a tomar posesión de la casa de un desconocido. Más aún si el desconocido está enfermo. Enfermo y enamorado de ti.

¿A qué se debe mi cambio de actitud?

Creo que todo el juego se me vino abajo en el momento en el que decidí presentarme físicamente ante Mariano y Virgilio.

Me vulneraron. Ahora son parte de mi vida.

Acompañaré a Mariano a sus terapias cuando no he hecho algo similar ni por mi padre. Algún día tenía que tocarme ver cara a cara a la muerte, y creo que ese momento puede estar cerca.

Por otro lado, he sido descubierta por Virgilio. Ahora sabe que no soy ninguna femme fatale, sino una tipa llena de miedos y con un pasado desastroso.

En su necio afán de salvar a todas las mujeres que pasan por su vida, insiste que debo de tomar algunas sesiones con su psicoanalista. Ya tengo su teléfono colgando de un papel en el refrigerador. Lo echaré a la basura. No creo que ir a acostarme en un diván funcione. Lo mío no tiene remedio porque no quiero que tenga remedio.

El único triunfo que he tenido ante la vida es portar con dignidad mi papel de loca.

—Zorra ruin, ¿por qué me has abandonado?

—Carreño, ahorita no estoy para tus calenturas.

—¿En dónde te has metido?

—En la boca de Virgilio.

—¿Te lo volviste a encamar?

—No. Solamente tiene mi diario en sus manitas y no ha dejado de cuestionarme.

—Te lo dije, burra. Escogiste al menos indicado de los dos para acostarte.

—Eso es lo de menos. Ahora me metí en otro lío. Voy a cuidar unas semanas a Mariano Cuesta.

—¿Al otro viejo al que le calientas la bragueta?

—Lo acaban de operar. Le extirparon un tumor canceroso del pulmón. Fui a verlo antes de la operación y me conmovió. Su mujer se fue de viaje y me ofrecí a llevarlo a las consultas. Luego él me pidió que lo acompañara, que me quedara unos días en su casa mientras no está la bruja de su esposa.

—Y ahí vas de alma caritativa. Me decepcionas. ¿Ahora vas a hacerla de enfermera?

—No. No sé ni poner una pinche inyección, pero una de las cosas que ordenó el médico es que no fumara, así que voy a evitar que lo haga. Va a estar canijo, hasta la semana pasada se metía dos cajetillas diarias.

—Pues que Dios te bendiga. Como no te había vuelto a ver conectada, ya encontré otras novias. Ahora ando con una chica de Costa de Marfil que me enseña las tetas por la cámara. ¡No sabes qué portento de mujer! Lo malo es que la cabrona cobra por evento.

—¿Le pagas por eso?

—Oh, sí. Es que en realidad lo vale, y ya que tú nunca has querido enseñarme ni un cuarto de nalga, ni mucho menos aceptar mis invitaciones para venir al circo y revolcarnos entre la paja donde descansaban los camellos, pues he tenido que buscar un relevo. Pero ya que estás acá, te vuelvo a extender la invitación.

—Y sigo negándome a ir. Lo que sí podrías hacer es ayudarme con Mariano. Es la única forma en la que podría soportar tu presencia encimosa.

—¿Ayudarte a qué?

—Que nos visites mientras esté en su casa. Sé que tienen mucho en común. Por lo menos son de la misma rodada y tienen los mismos achaques.

—Me niego. Absolutamente no. Si quieres que nos veamos, que sea en otro lado. No en la casa del tal Mariano. ¿Para qué? Tú te echaste la soga al cuello en un rapto de piedad innecesario. Ahora jódete sola.

—No esperaba menos de ti. Tendré que pedírselo a Virgilio entonces. Él seguro que acepta.

—Porque es un maniacodepresivo igual que tú. Está obsesionado más por tu cerebro que por tus nalgas, y eso sí es grave.

—Eres un vulgar. Un ser vulgar y un mal amigo. ¿De qué te sirve saber tanto si sólo te lo pasas jalándotela enfrente de la computadora y pagándole a una negra africana para que te enseñe las tetas? Eso es más patético que ser un maniacodepresivo como Virgilio… o como yo.

—No te des golpes de pecho. ¿Qué te ha pasado en estos últimos meses?

—Nada en particular. Sólo que me cansé de ti. Ya me aburrió tu cantaleta. Piénsalo. Sé que en el fondo no eres tan frívolo como pareces. Mañana te busco para que vayas a casa de Mariano. Sólo escuchándote y viéndote de frente ante una situación extrema, como lo es una enfermedad casi terminal, podré comprobar si valió o no la pena tanto parloteo y darte tantas largas para conocernos en persona.

—Bien. Tú ganas. No necesito pensarlo demasiado. ¡Soy un cretinazo y no pienso aparecerme por la casa de tu amigo!

—Ahora confirmo lo que siempre pensé: no eres más que un hocicón que le teme a las mujeres y sólo se relaciona con ellas escudándose detrás de una pantalla. ¿Cuántos divorcios me dijiste que llevabas? ¿Cuatro? Seguramente es porque no eres tan machín como presumes. Por la forma en la que evades el encuentro puedo concluir que ya ni con viagra la armas.

 

(Continuará)

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