Por: Neftalí Coria
Cuando Harold Bloom habla de Shakespeare y de Cervantes en sus ensayos, siempre recuerdo que alguna vez el crítico norteamericano dijo que estos autores, son los únicos escritores capaces de competir con la Biblia. Sus elogios –nada gratuitos– a estos dos vigorosos hombres de probada sabiduría, siempre me ha gustado leerlos y releerlos y aún más cuando necesito explorar sobre Cervantes y en específico sobre El Quijote, novela por la que he proclamado mi profundo e incondicional amor, porque allí el mundo rueda al derecho y al revés.
El personaje de la novela –según Carlos fuentes–, ilustra la ruptura de un mundo basado en la analogía y empujado a la diferenciación. Bloom constantemente, en sus disertaciones, compara a Cervantes con el dramaturgo y poeta isabelino. Compara a Falstaff con don Quijote y les marca diferencia, dado que –lo dice Bloom–: “don Quijote y Sancho son más afortunados que Falstaff, porque se tienen el uno al otro; en cambio en la segunda parte de Enrique IV (en la obra de Shakespeare), el pobre Falstaff descubre que no tiene a nadie.”
La novela de Cervantes pese a que ha sido una obra multicitada, sabemos también que ha sido escasamente leída con propiedad, sobre todo en nuestro tiempo, pero nunca ha perdido la fama y el nombramiento de excelencia que la historia le ha otorgado. No son raras las intenciones –erráticas a mi parecer– de actualizar el idioma de la poderosa novela de Cervantes, para que los jóvenes puedan leerla y comprenderla, lo que me parece que equivale a consecuentar a los que nos saben leer y lo que es peor, mutilar una obra y sangrarla; no olvidemos que cada obra es hija de su tiempo y es allí donde radica gran parte de su belleza. Leerla como si fuera de nuestra época, también me parece un acto de egolatría contemporánea. Esa adecuación que quisieron hacer (tal vez lo hicieron, no lo sé) nunca la he considerado una solución para la motivación a la lectura, como tampoco estoy de acuerdo en los famosos “libros resumidos”, porque creo que –dada mi experiencia de lectura y observación de tan poético texto–, uno de los profundos valores de El Quijote, es la vida que en ella cobra la lengua española como un idioma que se desprende de su tiempo. La lengua como la habló y escribió Cervantes, es lo que sostienen con fuertes cimientos la historia de estos dos hombres tristes y esperanzados por el mundo. La lengua española, es la sangre poética que circula por las venas de la ejemplar novela.
La célebre mancuerna, va por el mundo como si jugara y a decir de Bloom, “su grandeza es dialéctica respecto a cada uno de los dos; se educan mutuamente en esa asignatura llamada realidad y en todo los órdenes de la realidad…” Pero debo subrayar con intensidad que es en el orden del juego en el que navegan con mejores aletas, el océano de la realidad que han decidido cruzar. Uno, como la sabiduría justiciera que guía y lleva consigo la proclama de liberar al mundo de los males y el otro que sirve como el sostén y protectorado. Al respecto Vargas Llosa dice que Don Quijote de la Mancha “es una imagen: la de un hidalgo cincuentón embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético como su caballo, que, acompañado por un campesino basto y gordinflón montado en un asno, hace las veces de escudero, recorre las llanuras de la Mancha, heladas en invierno y candentes en verano, en busca de aventuras.” Y no es para menos que aquella testaruda búsqueda de aventuras nos parezca un juego, porque lo es. El juego de don Quijote ante el mundo y ese estrecho vértigo amistoso (amoroso y fraternal) que vive con su gracioso escudero, es precisamente donde el juego ejerce sus valiosos efectos narrativos. Y es en ese estadio donde el espíritu lúdico, tiene su sitio y dinamismo, razón por la que la novela nunca se aleja del humor y la gracia. “El juego del mundo –dice Bloom–, como lo concibe don Quijote, es una visión altamente purificada de la caballería, un juego de caballeros andantes, de bellas y virtuosas damas, de magos malvados y poderosos, de ogros, gigantes e islas donde el astuto Sancho puede reinar y aplicar su sabiduría práctica.” No olvidemos el momento en el que un grupo –ciertamente poderoso–, les cubren los ojos y montan a don Quijote y a Sancho en un potro de madera y lo mueven para que el par de ingenuos, crean que el caballo con ellos a lomos, vuela.
El mundo parece hacerles la burla, desde un cruel ejercicio frente al lúdico espíritu que don Quijote posee. Sin embargo hay en él nobleza y esperanza en sus sueños ejemplares e imposibles, en sus intenciones primeras de ir a salvar el mundo de entuertos y males, y sólo por resumir la razón de sus aventuras emprendidas y cumplidas. A diferencia de Rabelais, la historia de Cervantes disiente de esa fantasía grotesca, satírica y obscena que podemos palpar en la obra del escritor francés, pero ambas obras, guardan rasgos que –como obras contemporáneas, o hermanas en el tiempo– que las hacen semejantes. Don Quijote, es un caballero andante que bajo la espada de la justicia, emprende sus aventuras. Y la realidad también es un juego en su seria y desbordada imaginación. Su razón, asoleada por la necesidad de curar el mundo y su historia, también lo enfrenta contra la fugacidad que la realidad a los hechos otorga y don Quijote, cree en lo imperecedero y decididamente, cree en la eternidad.
