Sofía accede a acompañar a Mariano en sus últimos días… pero deslindándose, por si acaso

—Acepto. Vamos a preparar todo.

—¿Qué te hizo cambiar de opinión?

—No sé. Me lo pensé mejor y creo que en tu lugar haría lo mismo. ¿En dónde están los vinos?

—Junto al trinchador hay una puerta. Ábrela y escoge. Había pensado en Chablis porque va bien con las ostras, pero si prefieres otra cosa, sólo es cuestión de desempolvar las botellas. Y ya que te pusiste de buenas, sírveme un vodka derecho. Está en el congelador.

—¿Así de plano?

—Así de plano.

Leer la carta que había ocultado Mariano en su cajón surtió el efecto para la cual fue hecha. Sé que de no haberla descubierto, él jamás me la hubiera enseñado y seguiríamos en el toma y daca.

No estoy haciendo lo correcto si lo miramos desde la perspectiva de los médicos, pero ¿qué importan los médicos? He conocido a muchos doctores que fuera de sus consultorios son todo lo contrario a lo que predican. Mi ginecólogo, por ejemplo, llegó crudo el día que alumbré a mi hija. Mi dentista tiene los dientes podridos. Al gastroenterólogo me lo topo seguido en los tacos de tuétano del Centro. El otorrino tiene una eterna constipación nasal.

Sé de buena fuente que el oncólogo de Mariano es un chacuaco que se fuma dos cajetillas diarias y entre consulta y consulta sale al patio del hospital a darse las tres.

Vivir o morir es una decisión propia. Mariano ha decidido morir haciendo lo que le gusta y no lo juzgo. Quiere irse borracho a la tumba. Necesita anestesiarse para no sentir miedo.

Si fuera su esposa la que estuviera aquí, seguramente lo haría internar con un celador para que cuidara hasta sus sueños. La señora es “pro vida”. Al menos eso siente.

Defiende especies marinas y cada que puede rescata a perros callejeros: los baña, los rasura, les da de comer y luego les busca un hogar. En lo que nunca se fijó es en la depresión que aquejaba a su marido por tantos años de indiferencia.

Cuando ella consideró que era momento de que Mariano dejara la copa, lo llevó a una rehabilitación. La voluntad jugó un gran papel en esta decisión. Mariano ha sido fuerte y ha sobrellevado la sobriedad estoicamente.

Ahora que siente que en cualquier momento puede colgar los tenis, necesita coronar su sufrimiento con una buena dosis de placer. ¿Quién soy yo para negárselo? Al contrario, empiezo a sentirme honrada porque me escogió a mí como una especie de Virgilio que lo acompañe al infierno.

¿Qué va a pasar después de estos días de desenfreno?

Quizás justo lo que espera.

Eso sí; antes de que pierda la cordura lo obligaré a hacer una carta en la que me deslinde ante cualquier eventualidad. Lo que estoy a punto de hacer no es otra cosa más que asistir su muerte y esto puede acarrearme problemas.

De no deslindarme pasaría a la historia como La Mataviejitos.

(Continuará)

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