Fue hace poco más de 30 años, el 21 de mayo de 1986. Ese miércoles, políticos oficialistas y de la oposición se reunieron en un acto singular: protestar contra el intervencionismo estadunidense en la política nacional.
En ese mes, el senador republicano Jesse Helms, presidente del Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara alta del Congreso de Estados Unidos, condujo una serie de audiencias en las que México y los mexicanos fueron denostados.
Las audiencias de Helms, a las que se convocó a testificar a funcionarios del gobierno del presidente Ronald Reagan, no dejaron títere con cabeza. Los señalamientos incluyeron al mismo presidente Miguel de la Madrid.
Esto provocó, como era imaginable, una protesta diplomática del gobierno mexicano, que fue entregada por el embajador en Washington, Jorge Espinosa de los Reyes.
Lo que no resultó tan predecible fue la manera en que se sumaron a la denuncia connotados políticos de la oposición.
Unas sesenta mil personas marcharon del Monumento a la Revolución al Zócalo aquella tarde. No faltaron, por supuesto, los contingentes de acarreados que tres décadas después siguen apareciendo en los mítines del PRI, pero la nota la dieron quienes no militaban en ese partido.
Junto a políticos oficialistas como Alejandro Carrillo, director general del ISSSTE; Heriberto Galindo, director del CREA; José Narro Robles, secretario general de la UNAM; el diputado Juan José Bremer; el senador Gonzalo Martínez Corbalá, y la exprimera dama María Esther Zuno, iban Pedro Peñaloza, miembro de la dirigencia del PRT, y Pablo Gómez, secretario general del PSUM, entre otros personajes críticos del gobierno.
Estaban próximos los tiempos en que el PRI sufriría la escisión conocida como la Corriente Democrática, que daría lugar a la primera candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas, quien también estuvo ese 21 de mayo en el Monumento a la Revolución, igual que lo estuvo Porfirio Muñoz Ledo.
Aquel pudo ser un acto premonitorio de ese movimiento, encabezado por “políticos del PRI que quisieran ser de la oposición y políticos de la oposición que quisieran ser del PRI”, como describió un periodista.
También pudo ser un acto puramente simbólico porque no fueron las masas las que salieron espontáneamente a protestar contra el intervencionismo estadunidense.
Sin embargo, al menos algunas personalidades se atrevieron a hacer frente a los desplantes de Jesse Helms y con ello mostraron un frente unido y una voluntad de acción para no dejar que las agresiones al país cayeran en el vacío. Y lo cierto es que Helms lo registró.
Hoy ni eso se da frente a las expresiones xenófobas de Donald Trump, mucho más graves, por sus implicaciones, que las de Helms.
Hoy los mexicanos marchan a favor y en contra de varias cosas, pero no contra Trump y lo que representa.
La molestia de la opinión pública se ha expresado, debidamente, contra la invitación que hizo el presidente Enrique Peña Nieto al candidato republicano para que acudiera a Los Pinos porque existe la sensación de que con esa invitación no se ganó nada y sí se perdió mucho.
Pero, a pesar de que la enorme mayoría de los mexicanos tiene claro que la eventual llegada de Trump a la Casa Blanca significaría un gran daño para los paisanos que viven en Estados Unidos y para nuestro país, parecería que, en los hechos, el tema no nos importa mucho. Que con subir un tuit o escribir un artículo, ya cumplimos.
El que Trump llegue o no a la Casa Blanca es decisión de los electores estadunidenses, pero los mexicanos no deberíamos quedarnos cruzados de brazos, como hemos estado hasta ahora, ante esa posibilidad.
Si es tal nuestro rechazo a lo que él representa habría que mostrarlo. No tuit por tuit –que, finalmente, eso no lo registra nadie–, sino con una gran manifestación en las calles –o una serie de ellas en todo el país– que no deje lugar a dudas.
Lanzar un grito a Donald Trump para que lo tenga claro: si nos busca, nos va a encontrar.
