Bitácora

Por Pascal Beltrán del Río

 

“Es más fácil hacer la guerra que hacer la paz”, afirmaba el presidente colombiano Juan Manuel Santos en la víspera de la firma de los históricos acuerdos logrados con las FARC luego de cuatro años de conversaciones en La Habana.

La frase respondía al escepticismo que aún muestran muchos de sus connacionales –probablemente la minoría, empero– a menos de una semana de que el electorado colombiano deba apoyar o rechazar los acuerdos con la guerrilla que ponen fin a 52 años de lucha armada.

Sin dejar de ser curioso que se consulte a la población sobre hechos consumados (no queda claro qué pasaría si la mayoría votara “no”, aunque, la verdad, nadie espera eso), el logro del gobierno de Santos no deja de ser impresionante.

Como se sabe, la guerra en Colombia era el conflicto armado de mayor duración en este continente y probablemente el segundo en el mundo, detrás del que protagonizan India y Pakistán en Cachemira que, casualmente, ha subido en intensidad en días recientes.

Lo es porque varios presidentes colombianos habían intentado acabar con la guerra, ya sea por la vía militar o la de la negociación política y jamás habían llegado tan lejos.

Para ser justos, ayer se firmaron los acuerdos en esta ciudad caribeña (amplios, de 297 páginas), pero no podrá hablarse de paz mientras no se implementen todos los puntos convenidos entre el gobierno y las FARC, lo cual tomará años.

Las dudas de los colombianos opuestos a los acuerdos son legítimas: a nadie puede gustarle que criminales de guerra se libren de castigo o paguen una pena reducida (de cinco a ocho años de prisión) por confesar delitos de lesa humanidad.

Tampoco suena bien que un grupo que ha combatido al Estado se beneficie de los frutos de la democracia, como posiciones aseguradas en el Congreso al margen de cuántos votos pueda cosechar en las urnas.

Pero también tienen razón quienes dicen que ningún acuerdo de paz es perfecto y que es mejor tener a las FARC sentadas en las cámaras que matando, secuestrando, desapareciendo y torturando personas y traficando con drogas y minerales.

Personalmente, me ha conmovido la forma en que Fabio Otero Avilez, alcalde de Tierralta (departamento de Córdoba), abrazó al comandante del Frente 58 de las FARC, Joverman Sánchez, alias El Manteco, quien secuestró a sus padres en 2008.

El 10 de agosto pasado –dos semanas antes de que se anunciara el fin de las negociaciones en La Habana–, Otero se reunió con El Manteco en la falda de los Andes, conocida como Nudo de Paramillo, para sellar la reconciliación de la que depende el éxito de estos acuerdos.

Debe decirse que la foto de El Manteco podría aparecer en el diccionario al lado de la definición de criminal de guerra. Él ha sido señalado como el responsable de la masacre de Bojayá, en 2002.

En mayo de ese año, el Frente 58 de las FARC tuvo un combate con los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia. Sin importar la presencia de civiles en el pueblo de Bojayá (departamento de Chocó), los guerrilleros liderados por El Manteco lanzaron un cilindro bomba que mató a un centenar de personas.

Es natural que muchos colombianos se sientan frustrados por el hecho de que los acuerdos abran la puerta para que El Manteco y otros paguen poco por sus crímenes, pero recojo las palabras del alcalde Otero, a quien ese líder guerrillero dañó personalmente.

“Los colombianos –dijo– debemos sacarnos cualquier rencor que quede en el corazón, porque debemos estar preparados para la paz, así como lo han decidido las FARC, ya está bueno de tantos años de esa guerra absurda que no nos ha traído nada”.

La justicia, la verdad y la reparación son necesarias para superar todo conflicto que entraña violaciones a los derechos humanos. Pero lo mismo puede decirse del perdón y la reconciliación. Y estas últimas no se pueden condicionar al grado de volverse inalcanzables.

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