La loca de la familia

Por Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

 

Una vez me echaron de un bar. Me sacaron cargando porque estaba completamente ebria y perfectamente desquiciada por los celos.

Primero bajaron el volumen de la música porque la gente se alarmó con mis gritos.

Después, los demás borrachos se levantaron de sus sillas para ver el espectáculo más de cerca. Los meseros llegaron. Los guaruras de un diputado y el propio diputado se acercaron para admirar mejor el borlote.

No era un borracho rudo y peligroso el que estaba armando la trifulca. No era un hombre corpulento, embravecido por la coca y el coraje, quien propinaba una golpiza a otro hombre.

La escena no la protagonizaba un futbolista prepotente que se hubiera querido clavar a la mujer de un fan de estadio.

No eran un par de narcos peleándose por el territorio.

No eran dos perros salvajes disputando el celo de una poodle de pedigrí  y pocas pulgas.

El rebumbio lo protagonizaba una mujer menuda que arremetía con la rabia de una hiena contra un cromañón tardío que osó poner las manos en donde no debía: en las piernas de la mejor amiga de la hiena.

Esa vez me corrieron de un bar, pero antes de que me echaran, los meseros, los parroquianos, las cantantes en ciernes, los segundos frentes, las señoras de intendencia y los guaruras de los políticos, se acercaron para ver lo que ellos calificaban como un “penoso y burdo espectáculo”.

La mujer que era yo se le había ido a los golpes a su esposo, que para ese momento era la mínima expresión de un cromañón  que tocaba concupiscentemente una pierna extraña.

Me le fui a los golpes sin pensarlo dos veces. Me le fui a los golpes porque para esa hora yo no era tampoco una mujer: era una fiera herida. Una fiera herida y algo peor: alcoholizada.

Cuando el corrillo de curiosos estuvo listo para presenciar el circo de la carne, el dj detuvo la música.

Era urgente que todo el mundo oyera los argumentos que, a grito pelado, exponía la mujer que era yo. Los argumentos simiescos que disponen al hombre como una extensión de la propiedad privada.

De repente alguien me tomó de la cintura cuando empuñé  la botella de Moet  para reventársela en el cráneo a mi marido.

Otro alguien me arrebató la botella y terminó sirviendo más copas.

Otro alguien gritó que me sacaran. Otros más aplaudían.

Las mujeres, viendo realizados sus deseos simiescos de matar al marido, alentaban la camorra.

El “protosimio” que jugó al macho alfa huyó a hurtadillas del lugar.

A rastras, gateando, o no sé bien cómo, pero consiguió escabullirse del banquillo que lo ponía en peligro en las manos vengadoras de su mujer.

Esa mujer que era yo, intoxicada, fue expulsada del lugar.

Me cargaron mientras iba pataleando como un niño berrinchudo o como un enfermo mental que está siendo llevado a la sala de electroshocks.

“No te rebajes de esa manera”, me decían las manos que me sujetaban.

Me hablaban las manos porque en realidad nunca supe a quién pertenecían.

De pronto, al salir del elevador, volví a ver al cromañón esperando algo junto al valet parking. ¿Qué esperaba?, si el carro lo habíamos dejado en un restaurante cercano. Yo lo recordaba. Él, naturalmente, no.

El cromañón se bamboleaba.

No sabía en dónde estaba o quién era. Sólo intuía que era un cromañón. Un cromañón golpeado por su hembra.

Cuando lo vi, utilicé todas mis fuerzas para zafarme de las manos que me habían atrapado. Me quité los tacones y corrí. El griterío empezó de nuevo. Ahora los parroquianos que se quedaron en suspenso dentro del bar, eran los que gritaban desde el segundo piso: “¡Cuidado, cuidado, ahí va la fiera!”. Le advertían a mi marido quien, absorto ante mi reacción, farfullaba algo y resoplaba como un elefante perdido.

No me vio venir cuando ya lo tenía pescado del cuello. El cuello de una fina camisa. Las finas camisas que suele utilizar para parecer gente decente.

Dos golpes.

Le tiré un derecho y un revés sobre la cara… nunca había imaginado qué placentera podía ser la cálida sensación de someter al enemigo a golpes.

Pero ni esos golpes fueron el bálsamo a mi dolor, y a los dos minutos me vi apresada por las mismas manos que me bajaron del bar. Las manos ya no me hablaban. Las manos me gritaban. Me gritaban sin boca que me calmara. Que estaba desquiciada.

Y sí:  lo estaba.

El cromañón no reparó en los golpes que le di, o si reparó se repuso al instante para emprender de nuevo la graciosa huida.

Apenas iba viendo cómo su figura blandengue se perdía entre la bruma de la madrugada cuando las manos que me ataban me soltaron para darle paso a otras manos menos sutiles. Las manos de dos guaruras que me zangolotearon para tranquilizarme, y no de la manera más ortodoxa.

A los pocos minutos llegó una patrulla.

–¿En dónde fue el desmán?

–Chinga a tu madre, le dije. Acá no hubo desmán, acá hubo un atropello a mi persona. A mi orgullo. A mi dignidad.

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