Figuraciones Mías

Por Neftalí Coria

 

Para Sayda Salgado y Cristina Bello,

con quienes mucho hablamos de tiburones.

La novela es un tiburón: Infalible pez en el océano del tiempo, pez divino al que debemos el conocimiento y el mayor aprendizaje sobre la intimidad del hombre y sin concederle sitio para esconder su belleza y sus más ruines y horrorosas conductas. Ligero animal que va por la profundidad de las más oscuras aguas, dentado pez que no falla mordida cuando ha de darla con su ferocidad critica y profunda en las aguas humanas. La novela es un escualo que es capaz de olfatear una sola molécula de sangre entre millones que viven en las torrenciales aguas de la negrura humana y acercarse a ella como se acerca el asesino al rastro de su víctima. La novela ha sido un pez con la misma extravagancia maldita que posee el escualo que surca las aguas del misterio en el mar de los tiempos e inscribe a sus héroes en un tiempo que permanece como una sangre que se alimenta a sí misma.

La novela es en gran parte y para los que hemos sido lectores asiduos, un sitio en el que se logra aprender la condición humana como en el espejo que también se ha dicho, es la novela, y para eso, basta volver a mirar la obra de Dostoievski; esa exploración profunda y acertada sobre la culpa en Crimen y Castigo, sólo por señalar una sola de sus obras maestras. O las distintas conductas humanas ante los pliegos sentimentales en los que los hombres se han debatido y con fruición los lectores, hemos buscado en su lectura explicaciones fundamentales para nuestra propia vida. Las novelas –en mi caso–, las he leído por una especie de gusto mórbido y un placer íntimo de poder asomarme con libertad a la vida de otros, en los que sus actos están expuestos y sus tragedias o triunfos en sus vidas, pueden verse con los ojos enteros de la curiosidad insana, que siempre atienden la extrema maravilla que adereza el arte de la narración mayor, porque la novela también la llamo así: Narración mayor.

En otros momentos, tanto en esta columna, como en conversaciones formales y no formales, he dicho que la novela es uno de los territorios de mi escritura en donde más me gusta habitar y agitar la imaginación memoriosa; encontré en los balcones de la novela, una visión que en ninguno otro de los géneros que escribo hallé alguna vez. Desde que comencé a escribir aquella novela –la primera– que nunca esperé que lo fuera, tuve una revelación en mi vida, que determinó mi práctica en los dominios de tan amplio género. Allí el zumo de las historias que se me han dado narrar, se expande de una manera amplia sin perder esa poética en la que siempre he abrevado. Escribo novela como lo he contado a mis amigos desde 1990 sin parar (la primera comenzó en 1984, pero no sabía que aquella correspondencia de la que suspendí del envío, pero no dejé de escribirla, con los años, se convertiría en una novela y no la cuento entre las demás). He terminado desde entonces, nueve novelas y todas son distintas entre sí, todas han sido escritas con pasión y cuidado, sin prisa, como han ido sucediendo en mi ser. Entre todas, sólo una la escribí por acabar con aquellos filones de mi realidad que me hicieron pedazos en algún momento y prevalecen sucesos personales, aunque el héroe logrado allí, sin ser yo mismo, me gusta y hasta hoy la he dejado para lectura personal, aunque el tiempo lo dirá. El resto de mis novelas me gusta compartirlas con mis amigos y pasamos ratos amenos hablando de ellas y del proceso de escritura a la que cada una me ha sometido; todos distintos. Me gusta hasta hoy haberlas escrito, conversar con mis amigos y cercanos sobre ellas, porque las someto a un proceso de corrección maravilloso y hasta hoy, con eso me quedo.

La escritura de la novela es un país en el que de verdad, ya no me siento extranjero (no hablo de escribir poesía, porque invariablemente siempre lo estoy haciendo). Bajo ese mismo cielo que he habitado en la lectura de ya muchos autores, también me siento pleno como lector de novelas y aún recorro este territorio como tal y quizás con mucha más asiduidad.

Me apasiona la novela desde las dos visiones: desde el que escribe y desde quien la lee. Y tal vez leo y escribo por una sencilla razón, que Orhan Pamuk refiere sobre la lectura de las novelas de Dostoievski; dice el escritor turco, que en las novelas del autor de Los demonios, hallamos imágenes que nos parecen –paradójicamente familiares y extraordinarias a un tiempo y por eso nos aterran (y aquello que nos aterra nos seduce, digo yo). Y que en la lectura de de las novelas de Dostoievski –continua el novelista Premio Nobel de Literatura 2006–, “alcanzamos un conocimiento verdadero y profundo de la vida, la gente y, por encima de todo, de nosotros mismos”.

La novela es un tiburón, vasto en resonancias humanas, feroz con sus víctimas, es un escualo que semeja frente a su espejo, las llamas que no dejan de arder ni siquiera en las aguas de la indiferencia, cuando ese pez es grande y verdadero. La novela es un tiburón que piensa en dejar rastro de lo que el alma vio en sus propios colmillos antes de hacer pedazos a la presa que tiene a mano. La novela es un tiburón y persigue territorios inhóspitos del alma y nos enseña en las profundidades del mar, nuestro verdadero rostro.

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