La Quinta Columna

Por: Mario Alberto Mejía / @QuintaMam

 

El lunes 20 de octubre de 2008 no fue un día cualquiera. Ese día murió mi madre.

Mi horóscopo decía que mientras el sol estuviera en lo alto las cosas me irían de maravilla, pero con la noche llegaría también una sorpresa. “Cuidado”, alertó Mizada Mohamed.

Durante el día, en efecto, todo salió lavado y planchado. Nada alteró mi vida.

Hacia la noche, cuando ya no recordaba lo dicho por la astróloga, me dediqué de lleno a escribir la semblanza biográfica del general Rafael Cravioto Pacheco, un liberal mexicano que primero fue juarista y luego porfirista, y que como muchos de los liberales del siglo XIX terminó condenado a la desolación y al exilio interior por el propio Régimen.

El reloj marcaba poco más de las nueve de la noche cuando llegué a los últimos días del general. Mencioné su ruptura con Porfirio, las ácidas críticas de quienes antes lo elogiaron, la soledad de su casa en Huauchinango y el arraigo domiciliario al que fue condenado. Líneas después describí su muerte y el dolor de sus últimos minutos.

En ese momento sonó el teléfono. Una voz me avisó que mi mamá, “La Chata”, había sufrido un desvanecimiento y que mi papá hacía todo lo posible por animarla. Marqué el 20177 de Huauchinango, pero nadie respondió. O sí: la voz de mi madre en una grabación de Telmex. Volví a marcar y ahora sonó ocupado. Imaginé a mi madre desvanecida y a mi padre haciendo intentos por volverla en sí. Por fin mi padre respondió la llamada. Era su voz, pero al mismo tiempo no. Casi a gritos me dijo que mi mamá ya había reaccionado y le pedí hablar con ella. Me la pasó. La voz de mi madre sonó como nunca antes la había oído: lejos del amor y la ternura que marcó su vida. La voz que me regresaba la bocina era la voz de quien se está yendo y lucha por quedarse. La voz de quien no sabe qué está pasando en su mente y en su corazón. “¡Aguanta, mamita, aguanta!”, le grité desesperado. Y le dije que en ese momento me iba a Huauchinango. Apenas estaba encendiendo mi carro cuando el teléfono sonó de nuevo. Una voz me dijo que me fuera con cuidado y que mi mamá, “La Chata”, acababa de morir.

Lloré mucho en poco tiempo. Lloré en silencio a lo largo del camino. Lloré las lágrimas que le debía a mi mamá. Pero cuando llegué a Huauchinango, ya en la madrugada, dejé de llorar cuando vi a mi padre, ahora convertido en un montón de huesos metido en un pantalón, una camisa y un suéter.

Lo abracé y lo sentí pequeño, más solo que nunca, vuelto un mar de lágrimas y sollozos. Lo abracé, lo besé y le dije que llorara con todo el corazón, pero que después de eso se pusiera de pie para que sus hijos lo cuidáramos.

Así lo hizo. El hombre pequeño regresó a su estatura y a su firmeza. Lo vi ponerse de pie y soportar como los hombres las horas que vendrían: las peores, las más desgarradoras.

Enterramos a mi madre entre música y canciones. Un mar de coronas inundó el viejo panteón de Huauchinango. Decenas de amigos y familiares nos acompañaron para despedir a quien tanto cariño nos dio.

En este año de ausencia muchas cosas han cambiado. Mi padre ya vive en Puebla y poco a poco se ha ido levantando. Su fortaleza es un modelo a seguir para quienes tanto lo amamos. Fue a Europa casi un mes y medio, lloró sus lágrimas en París y rezó por mi madre en la Iglesia de Lourdes.

Mi madre, en tanto, vive en nuestro corazón, en nuestra mente y en nuestra memoria. Todos los días beso su retrato y me encomiendo a ella. El ateo que vive dentro de mí se retuerce cada vez que hablo con ella. No importa. La prefiero a ella que a Pirrón y su ejército de escépticos.

Disculpe el lector este arrebato.

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