Por Alejandra Gómez Macchia
La Capulina es un hombre fuera del tiempo. Es un ente perdido que deambula por el panteón municipal de San Andrés Cholula.
Conocí a La Capulina porque él se me acercó. Lo vi venir entre las tumbas hacia mí. Tenía sólo dos patas.
Me preguntó qué andaba buscando una muchacha bonita en un lugar tan feo.
¿Tan feo?, le dije. Feo el lugar del que seguramente escapaste. ¿Tú qué haces aquí si es tan feo?, le cuestioné.
Sonrío.
Sonrío con una mueca. Con sus dientes repletos de masilla. Con esos dientes como de muerto añoso.
La Capulina cree que vive. Pero yo vi que en realidad es otro muerto.
Se me acercó lo necesario para oler su aliento repulsivo. Sus compañeros, unos 15 hombres que cavaban la tumba, nos miraban con curiosidad.
¡Ya se enamoró La Capulina!, gritaban. Y esperaban a que yo me incomodara y me fuera. Pero dejé que La Capulina se acercara más para que viera que no le temía.
¿Cuántos metros tienen que cavar para enterrar a un muerto?
Tres o cuatro, dijo vacilante. Depende. Si ya hay otro muerto abajo, se cava menos.
¿Tú vives acá, entre los muertos?, le pregunté sin alejarlo.
Yo ando siempre por acá por si se ofrece. Ando en todos lados, en realidad.
¿Cuántos años llevas acá? ¿Cuántas veces se te ha ofrecido la muerte?
No entendió muy bien la pregunta.
La Capulina tiene la mirada perdida. Quién sabe en qué paraje misterioso quedaron sus sueños. Es chaparro, casi enano. Apesta. Nadie en su sano juicio se le acercaría demasiado. Es más fácil acercarse a esa tumba tétrica y pestilente que tiene en la cruz tres muñecas Barbie visiblemente violadas por el tiempo y el agua.
¡Ya déjala en paz, Capulina!, gritó un tercero. Pero yo seguí preguntándole.
¿Eres muertero?
No. Soy La Capulina. Ese soy yo.
Okey, dije, eres una araña panteonera. ¿Aquí asustan?
En las noches se oyen ruidos. Tac tac. Tocan las tumbas. Tum tum, se mueven las piedras.
¿Te dan miedo los muertos?
Dan miedo al principio. Después aprendes a quererlos. Ahí, de ese lado, están todos los niñitos. Niños que ora ya son viejos.
Pero, ¿un muerto puede envejecer?
Los muertos se vuelven hierba, y la hierba sí envejece. Se pone amarilla, en la seca, luego se mueren de nuevo.
Miro a mi alrededor. Los hombres que acompañan a La Capulina nos observan y murmuran. Escucho que alburean. Que dicen cosas sobre mí.
Yo sigo atenta a La Capulina. Él se acerca más y más. Quiere tocarme para confirmar que no soy una aparición en mezclilla.
¿Cuántos muertos hay en este panteón?
Como 365.
¡Cómo va a ser! Si hay muchísimas tumbas. Acá hay miles de muertos, Capulina. Y más, porque se pueden enterrar varios cuerpos en una tumba.
No, dice, sí son pocos. Los demás ya no están.
¿A dónde se fueron?
Con la seca se fueron. Acá hay uno por día, como los templos.
Uno de los hombres se acerca y me pregunta qué busco.
A ustedes, le digo. Los buscaba a ustedes. Vine a ver qué hay de nuevo por acá.
Pues nunca la hemos visto por acá.
Por eso digo, quiero ver algo nuevo. Le preguntaba a La Capulina cuántos muertos hay.
El hombre me lleva con la comitiva que prepara la tumba. Todos se miran cuando llegamos. Me saludan con recelo. Toman tequila en vasos de plástico y bajan la voz porque me consideran un intruso. No me hablan. Rompo el silencio preguntando si todos trabajan ahí, si son muerteros.
No, somos amigos y familiares del muerto, dice el hombre que me abordó mientras hablaba con La Capulina.
Pero debe haber alguien que trabaje aquí. No sé, alguien que dirija la excavación.
Se ríen como si hubiera dicho una tontería. Los más jóvenes me ven las nalgas. Los más viejos bajan la mirada al ver que los más jóvenes me ven las nalgas.
Un hombrecillo se acerca con la botella. Le dicen El Licenciado.
El Licenciado parece todo menos un licenciado. Trae gorra gris de Cementos Tolteca, se nota que no le ha caído el agua en mucho tiempo. Tiene un problema de habla. Creo que padece de sus facultades. Pero sonríe y me acerca un vaso.
He estado en muchas circunstancias. En las mejores y en la peores, así que puedo convivir con cualquiera, incluso con 15 hombres que cavan una tumba y que me quieren embriagar. Son las 11 de la mañana, no he desayunado, pero no puedo desairar el trago. Sé hablar su idioma. He tenido amigos locos, amigos borrachos, amigos parias, amigos con familiares que han muerto. Amigos casuales en bares inmundos.
Échame pues un trago.
Sonríen todos. La Capulina aplaude con júbilo. Me voy ganando su confianza.
Me extienden el vaso casi lleno con tequila. Esperan. Estiro la mano y les digo ¡Salucita!
Todos repiten “salud”.
El yerno del muerto está ahí sin ninguna congoja. Hablan de todo un poco: de la pelea de gallos a la que fueron hace una semana, de los pleitos entre compadres, de una riña entre los campesinos a la hora de la cosecha de la flor de cempasúchil.
Nadie habla del muerto. No se ven tristes.
Les pregunto cuántos metros llevan cavados.
Dos. Ya sacamos los restos que estaba ahí.
¿Puedo verlos?
Sí, ahí están.
Me señalan una bolsa de basura negra.
La tomo y espero ver huesos. Huesos de humano.
La abro y veo restos de tela carcomida y como una especie de hojarasca.
¿Eso es todo?¿En eso acabamos?
Ríen.
Era un bebé, el hijo del muerto que hoy viene.
¿Hace cuanto se murió?
Cincuenta años. Ese bebé hoy podría ser tu padre.
Me tutean. Entran en confianza.
Sigo hurgando en la bolsa tratando de no oler mucho por temor a la arcada, pero llega el momento en el que aspiro. Quiero saber a qué huele la muerte. Meto la cabeza en la bolsa y jalo aire. No hay fetidez. Huele a tierra y a humedad. La muerte nos convierte en jirones de tela podrida y un poco de tierra. Dejo la bolsa en paz.
¿Cada cuándo pueden sacar los restos?
Cada siete años, contesta el yerno. Éste ya tiene cincuenta, pero pon tú que te mueres uno o dos años después de tu padre, entonces te entierran en ese mismo hoyo pero un metro más arriba. Antes de los siete años no pueden mover los restos que ya estaban.
¿Y a estos restos qué les van a hacer?
Se meten en la caja nueva. El hijo recibe al padre muerto. Ahora estarán juntos.
Sí… hasta que los dos se vuelvan polvo.
Un muchacho como de 19 años es el último en dar palazos. Va a terminar de cavar. Le falta un cuadrito de tierra como de un metro.
Entonces recuerdo la única vez que he manipulado la pala. Cuando le hice un arenero a mi hija en mi jardín. Un cuadrado de exactamente un metro cuadrado. Me tardé un día entero y no le veía fin a la labor. La tierra, cuando la sacas, parece multiplicarse.
¿A qué hora empezaron a hacer el hoyo?
Hace tres o cuatro horas. Tempranito.
¿Y por qué todos ven en lugar de ayudar al muchacho?
Porque no cabemos. Ahí adentro solo cabe uno.
Veo las paredes de la fosa. Son de color de la pirámide que tenemos enfrente. De hecho estamos encima de la pirámide considerando que es la más grande del mundo en basamento. La gran Tlachihualtepetl tiene en realidad siete pirámides superpuestas.
La Capulina cabecea. Se va quedado dormido por el efecto del alcohol.
Le pregunto al yerno: ¿De dónde salió La Capulina?
De las tumbas, dice El licenciado.
Reímos y damos trago al tequila. Me ofrecen más y me llenan el vaso otra vez sin pedir permiso.
No, ya en serio. ¿Él es también familia?
¡De los muertos!, grita el joven dentro del hoyo.
La Capulina vive con sus padres. Sí tiene una casa. Es hijo único, pero se perdió en el chemo y el alcohol desde hace años. Nadie sabe su edad.
Tiene mil años, dice El licenciado.
La Capulina despierta y me ve. Tropieza al quererse levantar y le dice una voz: ¡Ya te enamoraste, Capulina”.
La Capulina sonríe y se colapsa. Casi cae al hoyo.
¿Y te llevabas bien con el muerto? Pregunto al yerno que no denota congoja.
Era un buen tipo. Nomás. Acá en el pueblo todos se conocen. Él era conocido.
¿A qué se dedicaba?
Tenía materiales de construcción.
Regreso al tema. Insisto en saber si cualquiera puede venir a cavar el hoyo.
Cualquiera. Acá es cosa de juntarse y abrirlo. Muerteros, así así, no hay. Sólo un vigilante del panteón, pero ése no hace nada más que dar vueltas y curarse el espanto, dice el yerno.
El hoyo está terminado. Todos están más ebrios que cuando llegué.
Me preguntan a qué me dedico. Que para qué estoy ahí.
Les digo que escribo. Que trabajo en un periódico y quiero hacer una crónica de panteón.
El Licenciado entonces dice: bueno, cuando salga la revista le das el crédito al narrador.
Le digo: ¿quién va a ser el narrador si no yo?
El narrador es La Capulina. La Capulina te empezó a narrar qué pasa acá, aunque te haya mentido. Él siempre miente. Él no sabe nada. Sólo sabe chupar, para eso sí es bueno.
El joven que terminó el hoyo grita que está listo.
Me asomo y le digo que si puedo bajar para ver ahí dentro.
¡Baje, baje!, con cuidado, no le vayamos a echar tierra y acá se quede.
Sonrío. No me queda de otra.
Les digo: pues voy a bajarme, pues.
Me alburean. Les digo: “No me albureen, cabrones, entiendo todo”.
Uyyy.
No bajo sola. Uno de ustedes va a ir conmigo. ¡El yerno, por si las moscas! Que si me dejan acá abajo, haya una alma empeñada para que me saquen: la del heredero.
Todos se carcajean.
Llevo unos jeans algo ajustados y camiseta negra. El yerno ya está abajo y me sostiene la escalera.
Así no, bájate de espaldas.
¡Ya te bajan a la novia, Capulina!
Me volteo y sé que mis nalgas están expuestas a los ojos de todos. No me importa. Finjo que no pasa nada. El yerno sostiene la escalera mientras se echa su taco de ojo.
Estoy abajo, en el lugar en donde un nuevo cuerpo se convertirá en alimento para gusanos y otras alimañas. Está húmedo y huele a pirámide. Huele a tierra de muchos años. Hay raíces de plantas. No veo ningún animal. Ni cochinillas ni nada.
¿Qué tal allá abajo?, pregunta El Licenciado.
Nada. Bien. No siento nada. Es un agujero nomás.
Me toman la foto conmemorativa del evento. Están contentos de que algo nuevo cambió el curso de su día.
Llegó una extraña. Una mujer que no esperaban. Llegó a beber y a platicar. A preguntarles cosas que no son importantes, pero importan mucho.
Me sacan del agujero entre dos y me sacudo el polvo. La Capulina se ha colapsado totalmente encima de una tumba. Ya veo cómo desparece entre el cemento.
Me regresan mi vaso de tequila. Lo han llenado de nuevo.
El sol está pleno y bien alto.
Es hora de doblar las campanas. ¿Vienes con nosotros?
¡Vamos!, digo sin chistar.
Sigo al yerno, al Mario y al Licenciado.
Me dan a escoger entre un carro o la batea de una camioneta. Elijo la batea.
En el camino hacia la iglesia les pregunto: ¿A dónde vamos, a qué iglesia?
A Santiago, que era la iglesia del barrio del difunto. Ahí anunciamos que llega el cuerpo y se le hace la misa, luego vamos a la parroquia para doblar las otras campanas y avisar que el muerto ya va para el panteón.
Llegamos a Santiago y subimos las torres.
Las cúpulas son más grandes de lo que parecen. Me siento en la punta de una y veo el que ha sido mi pueblo por años, pero ahora desde arriba.
Saco la cámara para tomar una panorámica.
Mario me jala hacia la barda frontal, en donde hay una cruz, y me dice que ahí viene la carroza.
Le digo que es hora de que repiquen, pues, las campanas.
No, no. Sólo repican en las fiestas. El repique es que den vueltas sin parar, o que el que jale el bajado de las pequeñas, lo haga muchas veces seguidas.
Las campanas sólo doblan por los muertos. Son dos sonidos. Un “pam pam”. Y se callan. A las grandes se les da una vuelta, y esa vuelta hace dos sonidos, el de ida y vuelta.
Eso es que doblen las campanas. Porque hacen un “doble”, un sonido de dos.
Tengo mi crónica en la cabeza. La verdad es que el muerto era un pretexto. Nadie en realidad estaba triste. Los muchachos del panteón hablaban de todo menos del muerto. No hablaban de la muerte en sí. Estaban reunidos para convivir, echar trago y hablar de sus propias vidas (miserables o no).
Llegué a romper su monotonía. A preguntar cosas que ellos saben de memoria y que no reparan en pensar.
Bebimos, platicamos, me alburearon, ¡hasta terminaron invitándome al mole y en unas semanas a la Villa de Guadalupe!
Vas con nosotros en la bici para que escribas sobre eso, dice El Licenciado.
Asiento.
Tú eres diferente. Eres chida. Casi nadie se acerca así como tú, sin miedo, a platicar, a preguntar.
No me hubiera acercado si La Capulina no me invita, reitero.
Sigo en lo alto del campanario. Llega el cuerpo y la pompa acompañado de mariachis. Tocan Amor Eterno de Juan Gabriel.
Las señoras lloran. Ahora el yerno baja a acompañar a su esposa. Me mira desde abajo y me saluda. Tomo una foto.
Me invitan a doblar una campana. La más pequeña.
1, 2,3 Pulum. 1,2,3 Pulum.
Estoy contenta porque la vibración de la campana se queda en el cuerpo unos segundos, hasta que calla completamente.
No sé por quién doblan las campanas.
Y ahora que sé lo que significa, estoy feliz de que no estén doblando por mí.