24 Horas España
Por Alberto Peláez / alberto.pelaezmontejos@gmail.com
Pensaba tener un domingo apacible, de esos de quedarme en casa leyendo el periódico toda la mañana saboreando dos buenas tazas de café. Además estaba lloviendo y hacía frío. Era el clásico domingo en el que todo te da flojera; el típico domingo en el que sillón
suplica que te quedes sin hacer nada, en el que una voz en el interior del hogar te invita para que no salgas.
Sin embargo, siempre hay alguien que piensa de más un domingo en la mañana. A mi familia se le ocurrió la feliz idea de decorar la casa de Navidad. Se acabó el periódico y su lectura pausada. Se terminó paladear el café. Concluyó poder escuchar el sonido de la lluvia y verla y amodorrarse entre noticia y noticia !Ah! También se terminó poder escuchar a Debussy que me apetecía, y mucho, escucharlo. En otras palabras, se fastidió el plan. Y entonces sólo empecé a escuchar mi nombre, el mío, como si no hubiera otros en la casa.
Alberto para arriba, Alberto para abajo; papá, saca el árbol y las luces y las velas y más velas y más y más velas hasta que mi casa pareció una iglesia llena de veladoras. Sabía de la afición de mi mujer y mis hijos por las velas, pero nunca me imaginé que tuviéramos tantas.
Y en eso, a mi hijo se le ocurre la idea de ir a una tienda a comprar unas luces nuevas.
−Sí, gordito. Vamos hacer un día en familia comprando adornos de Navidad− replicó mi mujer.
Y fue entonces, en ese preciso momento cuando empezaron a sudarme las manos. No es el mejor plan ir un domingo a las once de la mañana a comprar luces de Navidad, lloviendo como si fuera la última vez que fuera a hacerlo y cuando, además todavía queda más de un mes para la Navidad.
Me armé de paciencia sabiendo que nunca más ese domingo leería mi periódico ni me tomaría el café a pequeños sorbos para saborearlo mejor.
−¿Dónde vamos?− pregunté ingenuo.
−Al Corte Inglés− sentenció mi mujer.
Y entonces me derrumbé. Sí, me derrumbé, querido lector. Lloré por dentro como un niño pensando lo que me esperaba. El Corte Inglés, un domingo familiar es saber cuándo entras pero nunca cuándo sales.
−No, por favor. Al Corte Inglés no.
−Sí. Al Corte Inglés, sí− me replicaron todos. Total que terminamos en el Corte Inglés.
Llegamos. Imposible aparcar. Empecé a dar vueltas, mientras la familia se impacientaba.
−Déjanos aquí, aparca y nos buscas.
¿Que aparcara y les buscara? Eso era como encontrar una aguja en un pajar, un grano de arena en el desierto. Y entonces me derrumbé aún más, querido lector. Menos mal que existen los móviles.
Les encontré. Todo el mundo corría como si fueran a quitarles de las manos la mercancía. Pero de camino a las luces paramos en la lencería, en los zapatos de señora, en los bolsos y en los vestidos. También en ropa para mi hijo, especialmente zapatos y pantalones.
Se me iban abriendo las carnes. Sólo escuchaba el eco de las voces de la gente. Creía desmayarme aunque alcancé a preguntarle a mi mujer cuándo iríamos a buscar las luces para volver a casa.
−Ahora. Son sólo las dos de la tarde. Terminamos de ver esto, comemos algo y vamos a buscar las luces que tanto te has empeñado.
¡Ah! Además de perder toda la mañana, resulta que yo me había empeñado en comprar las luces cuando sólo quería leer mi periódico, querido lector. Sólo. No quería más.
A media tarde, entre mi desesperación, seguíamos buscando luces. Pero aún así tuve reflejos al percatarme de algo. Había un muñeco de Papa Noel, cuya única gracia es que emitía su clásico sonido gutural. Era el hohoho y un metálico Merry Christmas. Es cierto que medía algo más de un metro, pero ésa era toda su gracia, ésa y la otra es que costaba 490 euros, algo más de 500 dólares.
Confieso que ya no podía más. Me senté en el suelo. Ya todo me daba igual. Mientras mi familia estaba viendo luces durante horas, yo continuaba sentado en el suelo, abandonado a mi suerte. Pero pude llegar a ver a cómo, al menos diez personas se llevaron el dichoso muñeco.
Y entonces, antes del desvanecimiento, recordé que teníamos crisis, que vivíamos
en una terrible crisis. Será que Santa Claus había disfrazado la famosa recesión, pensé.
Finalmente, cuando vi a mi mujer venir al encuentro es como si hubiera visto a la Inmaculada Concepción.
−¿Te has aburrido mi amor?
−No, qué va. Estaba distraído, viendo a la gente como compraba el Santa Claus.
Y es que la profesión va siempre por dentro, mi querido lector.
Era de noche cerrada. Llovía a cantaros cuando escuché a mi hijo decir “¡Qué gran día en familia! ¿Verdad, papi?”
−Claro que sí, hijo.
Ya no quería ni leer el periódico −que ya era casi del día anterior−, ni quería café;
ni tan siquiera quería cenar. Sólo deseaba meterme en la cama y soñar con cualquier cosa menos con las luces y el Santa Claus del Corte Inglés.