Disiento

Por Pedro Gutierrez

Fidel Castro fue un dictador brutal, en palabras de Donald Trump. Esta ha sido, quizá, la declaración más coherente del impopular y veleidoso presidente electo de Estados Unidos. El mundo democrático occidental debería ser unánime respecto a la condena del más tirano de los dictadores latinoamericanos del siglo XX, al que sólo la decadencia física y la muerte lo removieron del poder.

Fidel Castro bien puede definirse como un revolucionario burgués; la revista Forbes le tiene reservado un espacio honorífico en la lista de los políticos y gobernantes más acaudalados del planeta, con casi mil millones de dólares en su haber patrimonial. La revolución y el discurso revolucionario en favor de los pobres y del pueblo rindieron frutos. Fidel Castro era un experto demagogo que manejaba a la perfección a las masas, casi hipnotizándolas con sus interminables discursos en la plaza pública. Mientras el Comandante peroraba ocho horas, la cuenta bancaria del dictador se incrementaba minuto a minuto, en tanto los cubanos de a pie no sabían si comerían o no al día siguiente.

Castro debe la mitad de su periplo revolucionario exitoso a la ayuda que encontró en México allá por la década de los 50. En efecto, después de ser aprisionado en  nuestro país, Fidel y sus secuaces aprovecharon la mano amiga que les tendió otro inefable de la política latinoamericana: Lázaro Cárdenas. El vetusto militar –ex presidente de México de 1934 a 1940– que había reformado la Constitución durante su sexenio para impulsar la educación y doctrina socialistas en nuestro país, intercedió por los revolucionarios cubanos, los liberó y los impulsó a emprender el golpe de Estado que derrocaría finalmente a Fulgencio Batista en 1959. Sin la ayuda de Cárdenas y el gobierno mexicano, Fidel Castro quizá no hubiera tenido éxito en su lucha populista revolucionaria. Bien vale la pena reflexionar si en el tortuoso destino del pueblo cubano bajo el régimen castrista, los mexicanos tenemos una responsabilidad histórica, moral y política que no podemos presumir; cuanto más, contradictoriamente la izquierda venera a Cárdenas por apoyar al dictador en ciernes y luego defenestramos a Vicente Fox por haber instado a Castro a retirarse de la Cumbre de las Américas en 2002, en un acto de valentía de nuestro gobierno ante las amenazas de la delegación cubana de boicotear la reunión de Jefes de Estado, episodio que acabó con la cobarde grabación ilegal de la inteligencia cubana y posterior  filtración del audio –capítulo comes y te vas–.

Cosa curiosa: a los derrocamientos de los gobiernos de izquierda perpetrados desde la derecha –como el del caso chileno– se les llama golpes de Estado, pero a los derrocamientos inspirados en el socialismo –como el de la Cuba de Castro– se les da por llamarse revoluciones. En la palabra revolución existe una suerte de romanticismo que aún hoy a muchos embelesa, al grado que defienden con fervor cuasi religioso. Sin embargo, es claro que la revolución castrista inspirada en el marxismo-leninismo ha sido un desastre. Tener a un pueblo sometido a punta de amenazas, sin libertades fundamentales y sin democracia, es una barbarie en pleno siglo XXI. Pareciera que Fidel Castro nunca se enteró hasta su muerte de la caída del muro de Berlín. Mantuvo su lucha contra Estados Unidos a costa del hambre de los cubanos, que no conocen la prensa libre ni se enteran todavía del entorno mundial gracias a que están encerrados en una cápsula del tiempo. La prostitución fue, por años, su única salida ante la horda de turistas que veían en la isla la oportunidad perfecta para abusar de la miseria social imperante en la isla.

A pesar de todo, hay quienes increíblemente aplauden y admiran a Castro. Hay que decirlo con todas sus letras: quien venera al dictador cubano está guiñando a la opción populista de izquierda que además es brutalmente autoritaria. Ahí están López Obrador, Cuauhtémoc Cárdenas, Yeidckol Polevnsky y los cientos y cientos de priistas que pomposamente se autodenominaban “amigos de Castro”. En cuanto a los grupúsculos de la izquierda que fungen como niños cantores del castrismo, sorprende que son los mismos que no dejan de insistir en que Ayotzinapa es responsabilidad del Estado mexicano y Enrique Peña Nieto, acusándolo de criminal de lesa humanidad, pero que luego se voltean y aplauden a la figura del comandante cubano que por décadas perpetró asesinatos y recluyó a cuantos disidentes se le cruzaban en el camino. Son la contradicción andando.

Dicen los abogados que a confesión de parte, relevo de pruebas. Y efectivamente, cuando Fidel Castro profirió aquella frase con tufo a epitafio “la historia me absolverá”, ya se sentía culpable a priori del fracaso de la revolución y de su rol tiránico y genocida. Mientras en México algunos siguen admirándolo, resulta irónico que en Cuba la mayoría por fin siente que se han quitado una losa de encima y que hoy, a pesar de Raúl Castro, ya hay una luz al final del camino llamada libertad, bendita libertad.

 

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