Por: Guadalupe Juárez
Juana y Ramiro no lo saben, pero sus nombres se quedaron grabados en mi memoria.
Cuando los conocí, yo tampoco sabía que sus rostros y las palabras intercambiadas las tendría tan presentes, que les contaría de ellos.
11 de junio. Coxcatlán, Puebla. El frío cala los huesos, apenas puedo hablar. Me acerco a la señora que recibe el pésame por la pérdida de 11 familiares: niños, mujeres −una de ellas embarazada− y hombres. Todos murieron por heridas provocadas por un arma de fuego, según las autoridades, producto de la venganza perpetrada por la ex pareja de una de las víctimas.
La noche del 9 de junio, la comunidad El Mirador, ubicada entre cerros de la Sierra Negra, quedó marcada por la muerte.
Nos encontramos atrás de la Presidencia Municipal en un patio acondicionado, por hoy, como un velatorio. Juana, de pelo plateado, piel morena y con rastros del tiempo en el rostro, me abraza. No puedo decirle que no puedo respirar y espero a que sea ella quien me suelte, pero no lo hace. Llora y se aferra a ese abrazo, no sé por qué, pero en los pocos minutos que tenemos de conocernos, dice que confía en mí, pienso lo mismo de ella.
Entre sollozos me habla en español, muy lento e inaudible, no puedo escuchar bien lo que me narra, así que repito algunas frases para asegurarme que entendí bien.
Entre las personas asesinadas se encontraban sus hijos, sus tíos, nueras, nietos. No sabe por quién llorar primero, si derramar las lágrimas por todos de una vez o esperar a que lleguen los cuerpos. “¿Por qué los mataron?”, me pregunta. Yo no sé qué contestar.
La muerte puede atravesar cerros y sierras
9 de agosto. Huauchinango, Puebla. El lodo me llega hasta las rodillas. Trato de dar un paso más y alcanzar a mi compañero fotógrafo, pero es imposible, estoy atrapada. Ese mismo lodo se llevó a siete integrantes de la familia Pérez, entre ellos un bebé de dos años a quien buscan entre los escombros de casas y cadáveres de animales de la comunidad de Xaltepec. La noche anterior, la tormenta tropical Earl arrasó con todo a su paso.
Mientras intento librarme del lodo, observo a Ramiro, su expresión es impávida. Le pregunto qué o a quién busca. “A mi sobrino de dos años”, me contesta. Luego me reprocha: “¿Por qué no vinieron antes? ¿Por qué no nos ayudaron ayer que todavía los podíamos salvar o al menos encontrarlos?”. Luego da media vuelta y mientras se aleja repite “Ya no voy a contar más. Ya no te voy a contar más”.
Fue ese silencio el que me dijo todo. Ese silencio me contó cuál era la tragedia de la Sierra Norte. La más grande de Huauchinango, me relataron después.
Pienso en Juana y en el momento que se enteró de la pérdida de la mayoría de los integrantes de su familia. De Earl, pienso en el niño de dos años que no se salvó en Xaltepec. En Alicia, de la misma edad, quien se aferró a un tronco hasta que la rescataron. En los Orozco, que dormían mientras los sorprendió el alud. En Crispín que perdió años de trabajo. En las casas bajo el agua en Chicahuaxtla, Tlaola. En las personas que pasaron tres días con la ropa empapada y cruzando lo que antes eran calles y pueblos enteros. Me pregunto ¿Por qué? Tampoco puedo responder.