Por: Neftalí Coria

Para Leonardo y Mateo.

Estas líneas que escribo aparecerán ya en 2017 y estaremos ante la incertidumbre mayor de un futuro inmediato que no promete mejoras casi de ningún tipo, por el contrario, las sorpresas –que no lo son tanto– en nuestro país, vendrán como ramalazos que nos caen encima y esperémoslas de pie. No hay otra.

Hablaré de mis lecturas que todos estos días he estado haciendo con fines útiles para un libro del que tengo algunos años escribiendo. Leo por tercera vez “Las cartas a Theo” de Vincent Van Gogh y miro (¿leo?) su obra en la maravillosa edición de Taschen la obra completa con una información bien cuidada y la recopilación de todas las pinturas, acuarelas y dibujos del pintor holandés. Una verdadera joya.

Sé muy bien que escribir sobre un artista completo como lo fue Van Gogh, es una aventura mayor y de consabidas responsabilidades. Y confieso que ha habido momentos en estos últimos catorce años, desde que surgiera mi necesidad de escribir sobre tal gigante, en que he querido abandonar la tarea. Este año he vuelto al trabajo decidido y el libro ya tiene cuerpo, ya comienza a verse como lo imagino, como la libertad de la escritura, me permite alimentar las páginas. Y me atrae por cada carta que leo y cada imagen que miro, y descubro en él esa especie de religión que el artista le profesaba al arte y vivió la creencia completa y su obsesión por dibujar el mundo. Vincent seguía sus creencias, vivía como el arte le ordenó, y eso para mí ha sido lo más valioso del creador, quien además poseía un pensamiento claro, auténtico y de fidelidad completa. Su creencia en el arte fue lo más importante para su vida y por sobre todas las cosas, primero estaba el acto de crear sus imágenes, que la vida y la realidad. Vincent quiso la vida para pintar y a pintar la entregó, como los más valientes y congruentes hombres que no aprendieron a mentirse ni a mentirle a los demás. Cada cosa del mundo que encontraba en la vida y que a sus ojos cautivara, la aprehendía y la guardaba en su corazón como se guardan las perlas que se descubren en el fondo del mar, para después volverlas imágenes con sus manos.

Otro rasgo que pudo verse en su vida como un hombre bueno y generoso, fue el ejercicio de su amistad y sus relaciones que signaron sus sentimientos para nuestro ejemplo, lo que es digno de una reflexión seria y un aprendizaje. Basta con observar la manera en que Vincent supo ser amigo de sus amigos. Allí –por lo que se sabe– puede verse su gran corazón que se advierte en la cantidad de ellos que quiso dejar retratados en sus cuadros. Recordemos al poeta Eugène Boch, el poeta amigo suyo de quien Vincent decía encontrar un parecido con Dante. O su amigo, Père Tanguy, que le vendía los materiales y a quien Vincent apreciaba porque el comerciante tenía ideas y creencias en la justicia por los hombres y una inclinación a esas posteriores ideas socialistas. Otro de sus amigos fue el cartero Joseph Roulin (Qué significativo para Vincent que escribía muchas cartas y amaba la escritura de cartas) y de quien Vincent creía que por su aspecto, su amigo debía ser filosofo, dado que portaba una barba muy larga y unos ojos vivaces. O a su doctor Paul Gachet (también pintó a la hija de este, en un jardín y posteriormente le regaló el cuadro), en quien repitió la mirada de sus autorretratos, quizás porque el doctor parecía sufrir tanto como él, y eso le daba una especie de acercamiento al alma del homeopata, y que mucho se asemeja a la mirada de su cuadro en el que pintó a una mujer que se dio en titular “La Arlesiana” (recordemos que Vincent no titulaba sus cuadro), en la que puede verse la nostalgia que Van Gogh tenía por Arles y que esa mujer fue basada en la esposa del dueño del legendario café, Josep Ginoux, sitio al que Vincent acudía sin falta. Y más podríamos seguir observando a sus amigos, sin olvidar a Paul Gauguin, amistad que le provocó fatales sufrimientos cuando ocurrió su estruendosa ruptura.

La figura de Van Gogh tiene un símbolo de sacrificio y pobreza, de miseria económica y bajo una gran paradoja con el valor monetario posterior de cada una de sus obras, pero eso no me importa, ni me parece un punto para detenerme. Me importa el espíritu de un hombre al que su talento lo hizo un verdadero soldado de la creación –y vivía tan a fondo esa necesidad por pintar y narrar lo que del mundo le inquietaba, amaba y detestaba–, que fue capaz de todo porque sus manos –sin intenciones extra artísticas–, dejaran la obra que construían con el placer, la tristeza, el sufrimiento y las alegrías extrañas que provoca el acto de crear arte. Nunca pintó para vender, ni para venderse, nunca lo hizo si no había fuego en su corazón, nunca utilizó su talento sino para ejercitar en sí mismas esas curiosas satisfacciones íntimas y personales que significa pintar un cuadro.

Y en mi libro –en homenaje suyo– eso quiero hacer, aunque me rompa las manos escribiendo esos poemas sobre sus cuadros, escribiendo esas cartas que le faltaron escribirle a Rachel, así como los poemas que Vincent hubiera podido escribir, si no hubiera elegido la pintura. Ese es mi homenaje a un hombre hermoso de barba roja, de corazón rojo, de alma de trigo, de sombrero de paja y que se cortó “el pabellón que un día oyó a Dios”, para entregarlo. º

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