La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia
Los que no somos adictos a la reuniones familiares, preferimos quedarnos el primer día del año en casa para descansar o ver películas.
No es que uno sea amargado; es simplemente que el estado de gracia y la tolerancia que nos obsequia la niñez se extingue en cuanto vemos desde la gran perspectiva los bemoles en nuestros seres queridos… o mejor dicho, en la manera en que nos relacionamos con ellos, ahora, desde el punto de vista del adulto.
Los tíos, los abuelos y los padres siguen siendo como eran antes. Los que cambiamos somos nosotros, que cuando fuimos niños pasábamos por alto sus defectos. No hacíamos juicios (a posteriori) sobre su forma de vivir.
Es una desilusión percatarse qué poco tenemos en común ahora, cuando los que un día fuimos chicos formamos nuestro propio mundo. A veces la brecha que se ha abierto es profundísima. Aun así, siempre es una terapia de choque confrontarse con el pasado. Ver que la tía fulana no era tan buena cocinera o que el primo mengano se ha convertido en una persona que de conocerse en nuestro nuevo contexto, no tendría un espacio en nuestra mente ni en nuestro corazón.
Es duro, ¡cómo no!, estar sentados en la misma mesa en la que antes cualquier broma o comentario nos parecían geniales, y en la que ahora nos sentimos ajenos y ciertamente estresados. Es como si de repente llegaras a un pueblo desconocido y tuvieras que compartir el pan con gente nueva. Ella seguro lleva mucho tiempo ahí, con sus costumbres y determinados hábitos, pero tú, el recién llegado, estás más cerca de ser un forastero que parte de la comunidad.
Este síndrome del intruso se agrava con los años si no se detiene a tiempo. ¿Y cuál sería la manera más eficaz de erradicarlo? La tolerancia y la apertura.
Lo malo es que esta clase de atributos son imposibles de sostener cuando el tiempo ha hecho de las suyas y te ha convertido en otro. Uno se siente, se los juro, como el monje de otra secta.
Diferentes hábitos, horarios, formas de hablar, visiones. Los que decidimos llevar una vida diferente a la que nos inculca la familia, padecemos un mal degenerativo, y por desgracia, poco contagioso.
En mi caso particular, no me había dado cuenta qué tan extraña (alien) soy hasta que me tocó hacer el primer brindis de fin de año. Me tocó inaugurar esa ronda de elogios mutuos y el reparto de falsas bendiciones por el simple hecho de ser la anfitriona.
Alcé mi copa y fui escueta. Dije: “Sé que casi todos me consideran una mujer fría y desapegada. Un espectro que deambula (no muy a menudo) por sus vidas. Una criatura que intenta regresar del pasado para agradarles. Eso soy en realidad (una criatura extraña) y me siento cómoda así. No le temo al ridículo. Tampoco le temo al desamor de la gente que cree que no he sido recíproca con mis acciones y sentimientos. Pero dejen que les diga una cosa: hoy ocurrió algo inédito: me desperté muy temprano (cosa que nunca hago) a limpiar la casa. Lavé los trastos, pasé el trapeador, armé un playlist para la fiesta. También compré un nuevo mantel y monté esta mesa. Fui por flores a la florería (que tampoco suelo hacerlo), saqué mis velas nuevas, planché servilletas de tela y después de eso me dispuse a cocinar. Lo que van a cenar es el único platillo “navideño” que sé hacer, pues ustedes no saben, pero me he vuelto una conchuda que compro la comida hecha, sobre todo en estas celebraciones. Pese a eso, fui donde el carnicero y ordené una caña de cerdo. El carnicero (que para estas alturas me conoce más que ustedes) abrió la caña en una sábana pues sabía que cocinaría el lomo a manera de niño envuelto. “Ora sí se va a lucir, doñita”, dijo don Luis. “Pues a ver qué tal me queda”, concedí con ciertas dudas y apenada porque el carnicera sabe que soy una haragana.
Entonces preparé este lomo. No me salté un solo paso: puse a hervir los ingredientes para la salsa, pelé las almendras, rellené la sábana y la cerré artesanalmente con hilo y aguja. Luego sellé el lomo a la parrilla, lo bañé en el jugo y se fue al horno. Mientras, seleccioné los vinos que tomaríamos. Mandé a bañar a mis perras (que siempre traen un look vagabundesco). Me bañé, me peiné y escogí un buen atuendo; algo acorde con mi personalidad, pero que no fuera a infartar a mi abuela acá presente. Y aquí estamos. Después de diez años de hablar poco y de no vernos en absoluto, los recibo con cariño. Sí, he cambiado. No soy la niña que abrazaba a sus tíos o besaba a sus abuelos. Ahora soy una vieja hosca y atacada por los nervios, pero esta mesa, esto que les acabo de contar… lo que hice desde la mañana hasta ahora (al sostener esta copa en la mano y alzarla, temblorosa) es la única forma que encuentro para decirles: Los quiero”.
El speech fue algo frío e impersonal, lo acepto. Más, a sabiendas que mis parientes son muy dados a los bombazos lacrimógenos. A recordar anécdotas. Y sí, tengo muchas anécdotas con ellos. De la primera infancia y la adolescencia febril… pero esas evocaciones sirven para transitar seguros las larguísimas sobremesas que sobrevienen después de la cena.
Al día siguiente no fui al recalentado y sé que eso causó cierta molestia. Finalmente, una noche no basta para reencontrarse y buscar coincidencias. Me quedé en casa, durmiendo casi todo el día.
Ya bien entrada la noche me puse a ver una película que hace décadas no veía: “Érase una vez en América”. La puse sin pensar lo que removería.
No fue sino hasta que la flauta de pan empezó a sonar, cuando esos recuerdos de los que me he desprendido, regresaron.
Vi a esa familia (que hoy siento tan ajena) sentada en una mesa como la que preparé la noche anterior. La vi feliz. La vi embriagada de dicha. Junta.
Yo era una niña como la que bailaba “Amapola” en el desván y mis primos eran los chicos que jugaban a los gánsteres y se comían un pastelillo a hurtadillas mientras soñaban con cogerse a la vecina más pronta de la cuadra.
Me dormí pensando que quizás el próximo año los vuelva a invitar, y entonces en vez de preparar un discurso seco e irónico, pondré música de Morricone. Quizás en esas tonadas reencontremos el rumbo y nos sintamos cómodos los unos con los otros. O no… porque cada quien mira su pasado desde espejos diferentes. He ahí la ruptura, el quiebre de la niñez.
Las navidades nunca volverán a ser las mismas cuando en la mesa no hay más que adultos que actúan como adultos y han dejado su ternura en los 24 cuadros por segundo que nos regala una película que no vuelven a ver por miedo a recobrar esa inocencia.
Estas fechas nos vuelven vulnerables.
¿Eso es bueno o es malo?
