Disiento
Por Pedro Gutiérrez / @pedropanista
Nuestra historia está plagada de la incesante búsqueda de villanos favoritos, cuyo papel es el de fungir como la explicación idónea de nuestras innumerables desgracias nacionales. No debe ser agradable pasar a la historia como antagonista de un capítulo patrio: el antagonista es el supuesto traidor, el vendepatrias, el farsante, el mocho clerical, el dictador, el de la mano dura, el blanco depredador de los pueblos originarios. En cambio, los protagonistas resultan ser, al amparo del discurso oficial, dulces hombres que murieron por la república, patriotas insignes que se envolvieron en el lábaro para defender al pueblo, pobrísimos individuos de nacimiento que salieron adelante gracias al esfuerzo y a las bondades del sistema.
Cortés se lleva el primer lugar en el cuadro de honor de los antagonistas de la historia patria. Es, al menos hasta hoy, el villano favorito de México, porque aunque venció a los aztecas y conquistó el territorio nacional, dicen los que saben que estaba predestinado a la derrota. Los indígenas tuvieron que haber ganado como auténticos representantes de los pueblos originarios; sin embargo, Cortés arrasó con ellos, destazó las lenguas nativas, abolió el politeísmo azteca y entronizó junto con los misioneros a la religión católica. Maldito Cortés, pregona el libro de texto gratuito, ganó la conquista pero debió perder y por si fuera poco, abusó miserablemente de una bella indígena a la cual explotó como traductora en su camino avaricioso. Para los aztecas queda el triunfo moral, pero nada más.
Otro que pugna por un lugar en el podio de los villanos favoritos es Santa Anna. En efecto, el guerrero inmortal de Zempoala vendió al país, aunque no se diga que la venta del territorio fue la consecuencia de haber perdido sendas batallas en las que el veracruzano siempre estuvo al frente del pelotón. Once veces fue presidente Su Alteza Serenísima, quien perdió una pierna en el campo de batalla y la historia oficial se burla porque luego mandó hacer las debidas exequias del miembro corpóreo de referencia, pero no dicen que a Santa Anna le debemos, por ejemplo, nuestro glorioso himno nacional.
Entre Agustín de Iturbide, Maximiliano de Habsburgo y Porfirio Díaz debe estar el otro lugar de honor de los antagonistas patrios. El primero –Iturbide–, porque aunque nos dio la independencia era un individuo entregado a la Iglesia católica y con apoyo de la misma prefirió la monarquía en vez del sagrado republicanismo que los amables masones estadunidenses nos trajeron a través de Poinsett. El segundo, es decir Maximiliano, es el prototipo del hombre que no podemos ni debemos aceptar los mexicanos de bien, pues su complexión física y origen racial nos oprime, nos ofende. Poco importa que haya sido el primer gobernante que legisló para los campesinos o que publicaba las leyes en náhuatl –cosa que ni Juárez quiso hacer, siempre se negó a hacerlo como reniega subconscientemente de sus orígenes–, pues la historia oficial nos dice que Maximiliano era un príncipe católico usurpador de la soberanía nacional –como si el propio Juárez no hubiera firmado el Mc Lane-Ocampo–. Y de Porfirio Díaz la historia de los libros de la SEP se ha encargado de repetirnos hasta la saciedad que fue un monstruoso dictador por casi 30 años, cuasi esclavista de la paupérrima clase trabajadora, anulador de la democracia mexicana –nadie apunta aquí que Juárez estuvo casi 20 años en el poder sin mediar un solo voto popular en su favor–. Del pobre don Porfirio nadie se acuerda a la hora de ver el enorme progreso y desarrollo estructural del país, porque la historia lo tiene como malo y como malo debe quedarse.
Los malévolos personajes de marras pueden estar tranquilos en estos días porque rápidamente están siendo desplazados del infausto nicho de la historia nacional por un nuevo villano: Donald Trump. Sin ser mexicano, el nuevo presidente de EU se ha convertido en el personaje más detestado en nuestro país, vilipendiado un día sí y el otro también. Enrique Peña Nieto debería agradecer la existencia de Trump, porque comparado con el estadunidense, resulta hasta medianamente querido el primer mandatario mexicano. Preocupante es la perniciosa forma de manejar nuestra historia y discurso político entre buenos y malos, en ese eterno ejercicio maniqueo que tanto daño nos hace. Bienvenido, Mr. Donald Trump, al podio de los villanos nacionales: ya puede Hernán Cortés descansar en paz en su tumba, porque al paso que vamos y con la vorágine descalificadora hacia Trump de estos días, será desplazado como el villano favorito de todos pronto, muy pronto.
