Disiento

Por Pedro Gutiérrez Varela /@pedropanista

El domingo pasado los mexicanos conmemoramos un aniversario más de la promulgación de la Constitución mexicana, aniversario más que relevante porque este año celebramos el centenario de nuestra ley fundamental.

La Constitución mexicana merece una revisión a fondo, quirúrgica, sin ambages. El centenario de su vigencia debió ser la oportunidad idónea para hacer una convocatoria revisionista de la Carta Magna. La revisión de la Constitución siempre ha sido una discusión tanto académica como política.

El campo académico parece propugnar cada vez más, conforme pasan los años, por una revisión a fondo de la Carta Magna y hay incluso sectores que promueven el cambio de Constitución antes que la revisión exhaustiva.

En este sentido, hay dos bandos preclaros en el concierto de ideas de índole académica: los revisionistas stricto sensu y los reformadores del texto constitucional completo.

Los primeros refieren que no podemos cambiar de Constitución porque deviene de una expresión profundamente social como lo fue la revolución mexicana de 1910 y cambiarla sería tanto como cambiar la historia nacional misma (una tragedia, pues). Para ellos, basta con cambiar algunos preceptos de la ley fundamental para hacerla más eficaz y eficiente, ni más, ni menos.

Los segundos, en cambio, argumentan que la Carta Magna, al ser una de las cinco más longevas del mundo moderno requiere de un cambio integral deponiendo la vigente y promoviendo otra para que México renazca institucionalmente.

Aquellos –los revisionistas– dicen que no importa cuántas veces sea necesario reformar la Constitución mientras no pierda su esencia histórica, mientras que los que pugnan por el cambio de la concitada Ley Suprema establecen que no es jurídica y técnicamente correcto que ésta haya sido reformada casi 700 veces desde su promulgación y que se siga modificando peregrinamente de esa manera en vez de cambiarla definitivamente.

En el orden político el campo parece mucho menos terso para la polémica de referencia y luce a veces hasta minado. Los actores políticos y los partidos tienen posiciones mucho menos claras que en el ámbito académico y el tópico constitucional acaba siendo muchas veces materia fértil para los discursos y la retórica en vez de ser una oportunidad para la reflexión seria e institucional.

Por si fuera poco, la propia Constitución no ayuda en mucho a promover el debate del sector político, porque al final del camino se erige como la expresión legal de orden supremo que sirve de herramienta para conservar el status quo.

En otras palabras, casi ningún actor o partido promueven la revisión o cambio constitucional en la misma medida en que la propia ley fundamental ha sido factor de escalamiento del poder político. Si un legislador o gobernante ha llegado a ocupar cualquier posición institucional es porque la Constitución, a través de los mecanismos que la misma establece, lo permitió. Entonces sigue la pregunta: ¿para qué cambiar lo que hasta el momento es funcional a los intereses propios o del partido al que se pertenece? No pasa desapercibido que ésta pudiera parecer una afirmación grave pero no por ello deja de ser cierta.

La Constitución merece una serie de reflexiones mucho más profundas y serias que las que hasta ahora han arrojado los sectores académico y político del país.

Cierto es que no podemos aspirar a ser una nación de vanguardia con una ley fundamental de hace un siglo, porque las causas que la motivaron en 1917 son definitivamente muy diversas a las que hoy tiene la nación. Pero este argumento, por sí solo, no es suficiente para decidirse por un cambio constitucional.

Revisionismo y cambio constitucional, cualquiera de las dos vías a la que nos pleguemos en los próximos años, debe ser el preludio de un mejor orden fundamental que nos rija en la democracia que hoy vivimos los mexicanos. En efecto, México necesita darse una Constitución para la democracia, una ley fundamental fuerte que no sólo establezca la definición más bella del sistema democrático –artículo tercero– sino que la haga realidad y finalmente se cumpla.

Por otro lado, llenarla de parches para satisfacer apetitos políticos de ciertos grupos hace que a veces se inserten en la Carta Magna solo buenos deseos y alegres preceptos. Y ni hablar del bodrio que nos arrojaron los constituyentes de la CDMX, en ese inútil ejercicio constitucional para la capital del país.

 

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