La Loca De La Familia
Por Alejandra Gómez Macchia/@negramacchia
Despiertas. Parece un día normal. Una mañana en casa. Con los olores propios de la casa.
El cielo es azul tras las ventanas. Muy azul. Azul cerúleo. Demasiado limpio. Un cielo de invierno. Es invierno. Pero es distinto.
Te levantas de la cama. Está caliente como todos los días. Es una cama. Dormiste en ella y, por lo tanto, tu cuerpo la calentó durante las horas de sueño.
Vas al baño. Un poco menos de lo acostumbrado pues casi no tomas agua. Con el frío no da sed.
Te bañas. O no. En invierno no dan ganas de bañarse.
Desayunas. ¿Un té, un pan, un café? Algo ligero. Debes apurarte. El rito de salida es complicado.
No lavas el traste del desayuno. El agua del grifo está congelada. Sólo llenas el vaso o inundas el fondo del plato.
Ya estás vestido. Tienes puestos unos jeans, una camisa, unos calcetines y un suéter ligero para estar dentro de casa. Tomas las llaves del carro, algo de dinero. Si usas mochila o portafolios, alistas tus cosas.
Seguro que nada se olvida.
Es invierno.
Pero este invierno es distinto. Por alguna extraña razón necesitas algo más de lo habitual. Una prenda rara llamada “salopette”, que es un overol plástico que va sobre los pantalones. Encuentras uno en el lugar más cercano a la puerta. En un perchero de tres o cuatro ganchos. Es extraño. Nunca habías visto colgadas tantas cosas ahí: pelos sintéticos flotan entre la madera. También hay bufandas, guantes, orejeras. Otro suéter. Y en el piso hay un tapete antiderrapante. Jamás habías visto ese tapete. Está mojado. ¿Por qué estará mojado?
Te has puesto ese ridículo overol esponjoso que te cubre los pantalones. ¿Para qué te los cubre? ¿De quién se esconden los pantalones? ¿Habrán participado en un crimen?
Avanzas hacia la puerta. Miras el cielo por la otra ventana. Es azul. Azul-azul. Azul cielo, pues. Nada diferente. Pero tus manos van solas y toman el suéter adicional. ¡Qué estupidez! ¡Para qué te lo pones, idiota! Te lo acomodas y pasas los tirantes del overol por arriba de él. Luego descuelgas del perchero la chamarra. No es una chamarra normal. Es una chamarra-abrigo rellena de pluma de ganso. Se ve calientita. Te la pones y lo confirmas. Es muy caliente. Le amarras la cinta. No te preguntas por qué carajos te estás vistiendo tanto. Y como el abrigo es un eterno pretendiente de la bufanda, tomas la bufanda y la anudas a tu cuello.
En otras ocasiones ya estarías en el carro, pero hoy no. Extrañamente llevas más de cinco minutos metiéndote capas de ropa. Qué raro…
Ya por no dejar, agarras los guantes. Te pones uno porque con la otra mano tienes que abrir la puerta y cerrar la chapa por fuera. ¿Qué falta? Las orejeras, el gorro ridículo coronado por un pompón de estambre.
Sin darte cuenta haces dos movimientos precisos y ya lo tienes metido en la cabeza.
¿Y los zapatos?
No traías. ¿Por qué no traías si siempre que te levantas tomas el par más bonito del clóset?
Algo te ordenó desde el subconsciente: “no te pongas los zapatos”.
Bajas la vista y miras unas botas. Unas botas de suela gruesa y caparazón durísimo, rellenas de borrega. Ni modo. Van para dentro. Metes un pie y luego el otro. Son las botas más difíciles de amarrar que has visto jamás. La agujeta es larguísima. Con torpeza le das tres vueltas cuando llegas al borde. Después te re- acomodas bien las dos capas de pantalones. El “salopette” plástico suena al dar un paso. Es la prenda de nylon más ruidosa que hayas escuchado. Con eso no podrías salir impune de un asesinato.
Abres la puerta. ¡Puta madre! ¿Qué es esto?
El cielo es azul. Azul-azul. Azul cielo. Cielo azul de invierno. Cielo limpio. Y el sol está arriba como siempre. Y brilla. Es amarillo y redondo. Es el mismo viejo sol que nació hace millones de años. Y tú eres tú: el mismo cretino de hace treinta o cuarenta.
Das el paso. Tus pies caen sobre una superficie como arena. Pero no es arena. Suena más fuerte que un golpe de arena. Pero es blanca. Blanquísima. Como una nube que pasa dos veces. Y al caer tus pies se hunden. La arena que no es arena y que es blanca y que cruje, sube hasta tu espinilla. Ahora entiendes por qué necesitabas esas botas-tanque.
Tu cara es golpeada por una ráfaga de navajas invisibles. Te cortan, pero no sangras.
La mano que has dejado sin guante poco a poco se va convirtiendo en piedra. Está helada como el mármol. La sientes gorda, gorda, como si se la hubieras arrancado a una pintura de Rubens. Temes perder los dedos al menor movimiento.
Cierras la puerta. Ya estás fuera y debes caminar hacia tu carro. Pero, ¿qué carro? ¿Dónde se ha ido? Sólo ves una montaña de la misma arena endiabladamente blanca y gélida sobre él.
Descubres nuevos aditamentos recargados en la puerta: una pala, una espátula y un cepillo. ¿Para qué son? Yo no soy albañil ni barrendero, te dices. Y sin saber bien cómo vas sobre la espátula y deduces que es para raspar la parte más dura de esa arena blanca. Tardas 10 minutos en sacarla. Ya ves el carro. Ahora lo cepillas, lo rescatas del hielo y te subes. Está más frío que una morgue. Enciéndelo, pero no te vayas… debes dejar que, como tú, entre en calor.
Al esperar, miras el cielo. Es un cielo azul cielo. Azul-azul. Azul limpio de invierno.
Pero no es el invierno como lo conoces.
Ni la arena es arena.
Es nieve.
Estás en el corazón del frío.
Esto es vivir en Canadá.
