Figuraciones Mías

Por: Neftalí Coria

Para Daniela

Vemos muchas fotografías diario. Muchas de verdad. En todas partes las vemos hasta el exceso (No hablaré de los videos que es otro exceso que puebla nuestra mirada contemporánea). Casi nadie escapa a ver fotografías en las que hay personas, cosas, animales, sillas, ventanas, casas, cielos, lunas, calles, mares, eclipses, pájaros, astros, bolsas, horizontes, barcos, estrellas y muchas cosas que en lo que de verdad coinciden, es que en todas las fotografías, muestran el pasado. Lo que ya no está. Instantes en los que fuimos lo que la imagen guarda ¿Y de verdad lo guarda? Atesoramos imágenes para verlas después. Hace años, veíamos con cierto asombro, a los japoneses tomar muchas–muchas fotos en los museos y en las calles de las ciudades por las que pasaban durante sus brevísimas vacaciones con los bolsillos atestados de dólares. Y los veíamos comprar las cosas más extrañas, incluyendo los sombreros de charro a su paso por México. Imaginaba aquel turista, luego de volver a su país, en su departamento pequeñísimo, mirando en las fotografías que tomó, todo lo que en el viaje no alcanzó a mirar. Pero de un tiempo a esta parte, ya los japoneses no sobresalen con sus cámaras por todos la ciudades, son todos los que viajan hasta en su misma ciudad, tomando fotos con sus teléfonos celulares, tratando de parar el tiempo y lo que se cree, es la belleza. Hay que guardar catedrales, edificios, calles (y si son famosos por cualquier razón, mejor). Hay una ansiedad por tener bancos de imágenes hasta la demencia. Es una necesidad nueva la de mostrarse en fotografías, de llevar consigo imágenes de las que nos hemos enamorado y otras que vamos encontrando al paso. Posamos para nosotros mismos, posamos para nadie y en el sueño por ser vistos, es claro, se sonríe para la historia. Se sonríe para detener la muerte, para que el tiempo no pase y al final se sonríe frente a la cámara, para no morirnos en el olvido.

Lo que vemos en las fotografías, nos advierte que nuestra vida ha sido fértil, alegre, buena en resumen. Y todas esas imágenes, las recordamos para nada, o de menos, para volvernos a ver, para sonreír, para burlarnos de lo que ya no somos, para saber que somos mejores, aunque hayamos perdido mucho. Guardamos fotografías para llorar por lo que de nosotros se fue, por los que se fueron, por los que ya no están más que en esa imagen que cobra valor y con más fervor se guarda. En este tiempo, las fotos se guardan con ansiedad y con esa nueva facilidad que dan las pantallas donde con rapidez y luz, pueden mirarse en la soledad de nuestras añoranzas.

Hoy tenemos acceso a cualquier persona solo para verla, a cualquier cosa podemos recurrir en su apariencia que es la imagen. Nada nos impide ya verlo todo, de verdad todo lo que ha sido fotografiado y filmado. La necesidad de guardar imágenes ha sido una manera extrema de guardar el tiempo y esa añeja costumbre de cada día detener el día, detener la noche, la luna, las cosas que amamos y mueren al día siguiente y por eso que queremos que nada se vaya. Y también queremos detener el amor, los momentos hermosos que suceden en el corazón, las cosas que nuestras manos tocan, todo quisiéramos detenerlo, y una de las maneras de hacerlo, es fotografiándolo todo.

La fotografía  se ha dicho mil veces, detiene los instantes con la pericia de los ojos, con el deseo de capturar el fuego mismo de la vida. Detiene el tiempo la fotografía, se sigue diciendo, pero lo que creo, es que con la cámara en la mano, lo que hacemos, es mostrar el hambre de imágenes que tenemos, la voracidad por ver que padecemos. Una nueva manera de acrecentar la soledad colectiva.

Recuerdo uno de mis personajes en una de mis obras de teatro, que duerme con la foto de su amado platónico bajo el colchón de la cama, e imagina que se sube sobre su cuerpo cuando duerme. La foto de aquel hombre le da sentido a su vida y ella lo mira con una añoranza demencial y cree, que por la imagen no pasa el tiempo, ni le afecta. Sin embargo la imagen aquella en la foto, es una mentira por cada una de sus aristas. Esa imagen que mi personaje mira todos los días, en los años –y que además esconde–, fue una verdad que el tiempo fue convirtiéndola en mentira, como muchas cosas de la vida.

Hace días me dijo una amiga que “Uno nunca será uno, en una foto” y lo creo, porque la fugacidad de una imagen que fue cierta y se captura, también nos demuestra que la vida con el tiempo pasa y es fugaz, pasa la vida como claramente lo vemos en las fotografías y en la realidad en la era de Facebook e Instagram.

Muchas ventajas tiene la explotación de la imagen en nuestros días, pero también nos hace vivir la ficción del falso encumbramiento de quienes todo los saben, todo lo tienen y somos los más privilegiados de la historia. Y vemos claramente, como el poder somete los pueblos con ayuda de la imagen, la apariencia, la mentira y todo lo que no es. Sin embargo la fotografía cuando denuncia, enseña, recrea la vida, juega, goza de construir imágenes de alcances estéticos innegables, es necesaria. Como esas fotos que han vivido entre nosotros enseñando la belleza del mundo, recordándonos que el pasado también fue hermoso y el zumo que de él queda, es la belleza que no muere y podemos seguir viviendo con ella.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *