La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

Estoy echada en mi cama viendo un documental sobre Danny Fields; ese maravilloso “queer” que en aras de cogerse a cuanta estrella del incipiente pop de los setenta se le parara enfrente, impulsó a muchos de los que hoy son vacas sagradas de la escena pop-rock mundial.

No vayamos muy lejos, de la mano de Danny crecieron monstruos como Iggy Pop y Lou Reed.

Miro el documental. Los rostros que son tan familiares para los adictos al rock.

Veo pasar imágenes de la pavorosa Nico, quien no hubiera sido absolutamente nadie si el fantoche más grande la historia, un tal Andy Warhol, no se hubiera emperrado en meterla a tocar con los Velvet Underground.

Llego al punto central: Nico: una teutona de tesitura menor  bastante desentonada que estuvo en el lugar y en el momento correcto.

Lapídenme, si quieren, pero Nico era pésima cantante, aunque para el laboratorio bizarro de mr. Warhol fue todo un descubrimiento. Nico es, como el cuadro de la sopa Campbell’s, basura que se vendió muy caro. Un producto gestado en la mente de un fulanillo esnob que conquistó a las masas con el inexorable filo de la ironía.

En el documental salen todos los muchachos, ya saben: los Stones, Dylan, John Cale, Ramones y Patti Smith.

Con Patti Smith tengo mis reservas. No sé, no acaba de hacerme click por más que sea un ícono. ¿Será que les fascina a las feministas y a mí las feministas no me gustan? Puede ser. Ese es un conflicto que sólo yo debo resolver, pero si no lo consigo tampoco pasará mucho.

Apago el documental porque tengo que hacer esta columna y al mismo tiempo checo mi muro de Facebook. Hace unos días puse un comentario desde las penumbras de mi retrete. ¿A poco no es un buen lugar para, literalmente, echar mierda?

Bueno. Puse como “estado” que Mon Laferte me parecía muy muy malita.

El comentario desencadenó otros comentarios. Algunos coinciden conmigo, aunque no explican por qué. Otros, sobre todo algunas chavas entre 25 y 30 años, se ofendieron.

También no faltó el desplegado soporífero del fan ocasional que en lugar de defender el talento de su heroína, hace toda una reseña de la valentía de Laferte al ser una sobreviviente del cáncer. Y yo me pregunto, ¿eso qué?

Es muy común recurrir al melodrama personal en pos de maquillar la falta de talento y originalidad de un artista…

Cuando esto sucede me pongo a hacer un recuento de las mujeres que han pasado por una penosa enfermedad y ni así llegan a ser reconocidas. Pienso en la olvidada cantante Cristal, que fue víctima de Andrade y que padecía debilidad visual. Era ciega, para acabar pronto, y no por eso ocupó un lugar decoroso en nuestro humilde Parnaso.

Sigo recordando a los artistas que impulsó Danny Fields y pienso que con o sin él hubieran llegado al lugar que hoy tienen. El destino de Iggy, por ejemplo, era ser el güero más cachondo del rock. A pesar de no tener la gran voz se creó un personaje fascinante y escandaloso. Esto, aderezado con la mancuerna que hizo con Bowie, fue un bombazo. Hoy Iggy se puede dar el lujo de ser un anciano guango que se parece a Jennifer Aniston, vegano y remido, y aún así sigue siendo el “Gran Iggy”. No importa si hace giras con los patéticos de Metallica o si encabeza la campaña publicitaria de H&M.

Iggy está más allá del bien y del mal.

¿Qué pasa entonces con nuestros músicos?

No es posible que para encontrar algo bueno en el repertorio nacional, se tenga que buscar con lupa.

Hace unos meses, cuando murió Betsy Pecanins, tuve una caldeada discusión con mi marido sobre el deplorable estado de nuestra música.

Le dije: “okey, Pecanins era buena. Era buena a secas”.

Él incendió la cena diciendo que yo era una malinchista (y sí, lo soy). Trajo a discusión las glorias del jazz nacional: a los Toussaint y secuaces.

“Ajá sí, Eugenio era bueno, pero bueno y ya. Terminó sus días participando en programas de Ricardo Rocha, por Dios”.

Mi marido dice que soy insoportable e infumable, y lo soy.

Luego entró a un terreno aún más fangoso: el rock.

Le dije: “corrección, acá no hay rock, sino rockcito, como bien dice mi amigo Hugo García Michel”.

Enlistamos a los rockeros mexicanos desde los sesenta. La lista es una broma total desde la aparición de Johnny Laboriel y César Costa.

¿Por qué nunca pudieron hacer algo original? Estos vatos siempre copiaron a los gringos. Malas copias, por cierto, y pésimas traducciones que hacía (para variar) Armando Manzanero (tan jovial y rebecón todo él).

Total que llegamos a la actualidad. A los Vive Latinos y sus lamentables invitados.

A las Lafourcades, las Julietas Venegas y las Mon Lafertes.

¡Shit, man! Seguimos en el pleistoceno, dije. Y no me da alegría, me da tristeza.

Estas niñas salen al escenario y uno no sabe si el dj acaba de poner un disco rayado de malos fados portugueses o si es una grabación casera de los gemidos de mi vecina “la malcogida del 12”.

¡Pobre Agustín Lara! Menudos homenajes te hacen estas chicas que son un remedo de  las “Tres Conchitas” del siglo XXI.

Cuando lancé mi comentario sobre Mon Laferte, no faltó la morra que se siente muy rebelde y me preguntó (con varios signos de interrogación) porqué no me gustaba la chilena. Le puse algo así: me parece una copia chafita de todas sus predecesoras, chafitas de por sí. Mon Laferte quiere adoptar el look de Amy Winehouse, pero para ser Amy Winehouse se necesita una decadencia natural y estar metida en el cuerpo famélico de una blanca con  voz a lo Billie Holliday. Mon Laferte es un claro ejemplo de las nupcias del betún con los rosetones barrocos.

“Ay, pero es una mujer luchona”.

¿Y eso qué, compañera?

Los infiernos de la heroína y la metadona no son guerritas de papel. Las verdaderas enfants terribles de la música perecieron a causa de sus virtudes (muy nietzscheano el asunto).

Y como le dije esa tarde a mi marido: no hay justificación. La Pecanins fue buena, pero no fue una Ella Fitzgerald ni una Etta James.

La Toussaint era pasable, pero no fue una Patti Smith.

Los Tacubos eran chistosos, pero no menos que los Xochimilcas.

En México los grandes han sido pocos: Revueltas y Carrillo (en la así llamada música culta). Y los ídolos populares son tres: Lara, José Alfredo y Juanga.

Las rockeras mexicanas hoy son mejores tuitstars que músicas. O mejor dicho, son mujeres luchonas con veleidades artísticas.

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