En la zona dañada por el incendio de una toma clandestina en Acatzingo, testigos comentan que no los intimidan aunque mantienen una sana distancia con chupaductos y halcones

Por Guadalupe Juárez  

Gustavo, José Luis y Manuel viajan en una motoneta roja, aún con el uniforme del bachillerato puesto.

Cerca de ellos tienen las llamas de la toma clandestina que explotó por segunda ocasión –la primera fue apenas hace dos semanas– y que superan los 15 metros de largo avivándose cada vez más con el calor que cae a plomo sobre los cultivos de coliflor y el viento que alza remolinos de tierra que atraviesan el municipio de Acatzingo.

Progreso de Juárez es el nombre de la comunidad perteneciente a esta demarcación donde entre los campos y sembradíos sale una columna de fuego provocada por el combustible consumiéndose.

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Aquí están los tres jóvenes observando las llamas, curiosos y entretenidos por la explosión viajaron apretujados desde el centro de Acatzingo en el vehículo de dos llantas que apenas alcanzan los 20 kilómetros por hora debido al peso de los tres.

El viaje hasta el incendio les llevó apenas cinco minutos.

Los estudiantes de educación media superior caminan a mi lado; platicamos del fuego que, con cada ráfaga de aire, amenaza con crecer más; hablamos del tipo de cultivo que está bajo nuestros pies al acercarnos al ducto perforado. Me relatan su vida con los huachicoleros.

—Yo no les tengo miedo —suelta Gustavo seguro de lo que dice. Es el más alto de los tres; toma aire e infla su pecho, aprieta los puños como si fuera a derribar a quien se le acerque amenazándolo.

—¿No?... —le contesta incrédulo José Luis.

—Pero si la otra vez… — lo interrumpe Gustavo. Hace una pausa.

“No, no, no les tengo miedo, pero tampoco les voy a andar preguntando. Lo mejor es dejarlos que hagan lo que hacen, sino te metes con ellos no tienes por qué temerles”, agrega.

La conversación es interrumpida al ver cómo hay más personas que se acercan al lugar y preguntan por la toma clandestina.

“Es su gente, mejor vámonos”, dicen mientras me conducen a una vereda entre los campos para alcanzar al fotógrafo, quien se acerca cada vez más a la columna que aún arde; ésta se encuentra custodiada por dos elementos del Ejército, bomberos y dos trabajadores de Petróleos Mexicanos.

La zona acordonada no existe; lo mismo están periodistas que curiosos, amas de casa, campesinos y halcones que vigilan en bicicleta o desde dos casas improvisadas, ubicadas cerca de la toma clandestina, desde donde nos observan dos personas con pantalones de mezclilla y hebillas de cinturones que sobresalen; uno de ellos viste una playera de la Santa Muerte.

Las llamas siguen, no se extinguen por más que los trabajadores de la empresa del estado revisan, o porque los soldados que están en la zona nos piden no acercarnos más.

El fuego llega cálido a nuestros rostros, los celulares que utilizan los estudiantes de bachillerato –cuyas edades oscilan entre los 16 y 17 años– se calientan al tomar una fotografía del incendio.

Nuestros pulmones se llenan del humo negro que ahora asfixia.

Los cinco decidimos regresar por la vereda que nos trajo aquí; los ojos vigilantes siguen nuestro camino a lo lejos. Los tres jóvenes regresan en su motoneta al centro del municipio mientras las llamas del combustible se avivan todavía más.

 

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