La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

Todos tuvimos dieciséis años, y en algún momento de ese engorroso tránsito, pensamos en abandonar la escuela.

Todos (o casi todos) arremetimos contra la podredumbre de un sistema que agoniza y se niega a morir.

A todos nos provocaron arcadas los hedores propios de la escuela: el hedor a niños sudorosos después del recreo, el hedor de la torta de un compañero, el hedor que guardan las sotanas de los curas que muchas veces dirigen estas instituciones.

Todos pasamos por los amargos dieciséis. Esa edad en la que ni eres adulto ni eres niño, sino todo lo contrario: eres (o te llegas a sentir) como un mojón en medio del patio. Un mojón mudo, sudado, amorfo. Una molestia para tus hermanos mayores. Un falso ídolo para los menores. Un dolor de cabeza permanente para tus padres.

A los dieciséis años sigues dentro del capullo. Tu voz no es tu voz, pero quieres que sea.

Comienzas a intuir que mientras más refinada es la sociedad, es más abyecta (pero a esa edad no conoces la palabra “abyecta”, entonces la traduces a tu jerga de púber sabelotodo y simplemente dirás que es “de la verga”).

La sociedad, las instituciones represoras, los maestros que odian su trabajo, los padres que se ensañan al mandar a sus hijos a estos Gulags… todo esto, sin excepción, te parece la ruta más eficaz para la aniquilación. Pero a los dieciséis no lo puedes sintetizar, entonces digamos que sí,  que todo lo anterior está verdaderamente de la verga.

Y tenemos razón. A los dieciséis, como a los veinte o a los cinco años, nosotros somos los que tenemos la razón. ¿Y qué es la razón? La razón es decantar una mentira hasta que se convierta en realidad.

Nuestros padres no tienen la razón, ni los maestros, ni los imbéciles que se inventan un programa de estudios lleno de cosas inútiles para la vida práctica. A los dieciséis, ¿qué carajos nos puede importar lo que es un coseno, un seno y una tangente? ¡O la teta! Como no sea la teta de la compañera de junto, la otra teta jamás la volveremos a mentar… sólo los mataditos que adoran la matemática lo harán; esos apóstoles de Pitágoras que vemos como a unos pobres infelices porque pasan horas estudiando y resolviendo problemas. A los dieciséis, esos ñoños nos parecen hasta degenerados, sí, pues es una degeneración desperdiciar el tiempo aprendiendo fórmulas mientras la vida está fuera.

Como fuera también están esos que llamamos “nuestros sueños”.

Antes, a los dieciséis, hacíamos pataletas legendarias en aras de que se respetara nuestra individualidad. Queríamos ir, efectivamente, tras esos sueños. ¿Y cuáles eran esos sueños? No lo teníamos muy claro, pero si triunfábamos en la pataleta, esos sueños seguro irían desvelándose solos (ahora los chicos dicen: esos sueños fluirán, porque el verbo “fluir” está tan de moda como la palabra “literal” o esa abominación llamada  “decreto”; tan socorrida tanto por las madres desesperadas de esos monstruos de dieciséis años, como por los propios monstruos adolescentes que quieren dejar de ser monstruos ordinarios para alcanzar el máster de “monstruos con aspiraciones”).

La blogger Mars Aguirre subió a las redes un “decreto” de libertad. Le dijo al mundo lo que el mundo sabe desde que el mundo es mundo: que la escuela es una mierda. Mars no descubrió el hilo negro ni tampoco es muy congruente en lo que dice. Pero se cuelga de un medio eficaz (las redes) para “viralizar” lo que yo llamo una pataleta 2.0

La diferencia entre su pataleta y las que hacíamos nosotros a los dieciséis, es que la de ella tiene la posibilidad de permear gracias al medio. Sólo por el medio.

De no existir internet, Mars no sería una heroína proto-anarquista, pues la pataleta sólo habría sido escuchada por sus pobres padres (esos que se parten el lomo día y noche para no dejar a esta “alma libre” a la deriva: en una barca enclenque manufacturada con sueños de opio).

Los sueños son un bien abstracto muy sobrevalorado.

A veces son mucho más fiables las pesadillas. Porque sólo en las pesadillas se enciende nuestro estado de alerta. Las pesadillas, que generan miedo, nos hacen ir con más tiento en la vida. Los sueños son burbujas ingrávidas.

A los dieciséis es importante soñar. Creer que el mundo de verdad es redondo y sigue aquí.

A los dieciséis difícilmente podemos darle forma a un sueño, pero fácilmente corremos a guarecernos con los más viejos cuando tenemos una pesadilla o cuando esa pesadilla comienza a materializarse.

Hormonalmente estamos en campaña. Nuestro cuerpo es un Vietnam, y sólo los más prudentes regresan con todos sus miembros intactos. Ya no digamos condecorados, sino enteros.

Déjame que te cuente, Mars, que yo (como todos) también tuve dieciséis. Y también quise incendiar templos. Me cagué en las alfombras del enemigo. Escupí banderas. Quemé efigies. Vociferé contra mis compañeros. Maldije a todos los maestros. Mandé al diablo a mi familia.

Crecí en un entorno sin carencias. Mis padres eran los más alivianados del resto de padres tiranos del colegio. Me dejaban, por decirlo de alguna manera, explorar el terreno. Me abrieron las puertas y nunca le pusieron llaves.

A los quince era la única jovencita que tenía carro propio. Mis padres, por complacerme, me dieron a escoger: carro o viaje. Siempre fui abúlica para viajar y  odiaba los aviones, así que elegí el carro.

En la escuela no iba tan mal, no porque estudiara (como tú, siempre pensé y sigo pensando que los programas educativos son cercos, muros). No iba mal porque la inteligencia que no utilizaba para aprenderme la tabla periódica, la usé para manipular a mi antojo a los imbéciles de mis maestros.

Yo no dejé la escuela a los dieciséis, o sí, pero no oficialmente. La graciosa huida la hice con sigilo, aumentando los días de descanso. Luego deserté de la universidad y ahí empezaron los verdaderos problemas (que no vislumbré a los dieciséis, obvio).

A mí ya me tocó el sistema de calificaciones promediadas, no como a mis padres que si sacaban 8 en el examen, ese era el resultado final. Odiaba ese método porque, de hecho, era bastante astuta para aprobar. En aquel tiempo tenía una memoria privilegiada, y así como tú, sentía que la vida estaba en otro lado. Que los sueños estaban esperándome en el parque central de mi pueblo. Mis sueños (¿qué sueños?) eran, paradójicamente, los catalizadores de mi inconmensurable hueva.

No abandoné la prepa porque en esos años todavía los chicos no teníamos ese poder. Aunque mis padres eran alivianados y me pusieron un arma caliente en las manos al regalarme un carro, me exigían que estudiara. ¿Y qué iba a hacer? ¿Sabía trabajar? No. ¿Mis padres tenían un negocio propio en el que me contrataran sin tener experiencia? No. ¿Mi sueño era trabajar? Tampoco, por supuesto.

Entonces, ¿cuáles eran esos sueños que me desvelaban y me impedían rendir en esa máquina devastadora del alma llamada escuela?

En el video que se hizo viral, hablas mucho. Lo más ingenuos te llaman “idealista”. Yo más bien creo que eres ilusa.

Son varios minutos de explayar un perfecto cabroñol. Minutos dorados en los que das tu punto de vista sobre un tema rancio. Para tu edad, y para el tiempo lastimero en el que vivimos, eres bastante articulada. Te ves monísima a cuadro.

Dejaste la escuela por voluntad propia y dices que afrontarás las consecuencias. Te dices satisfecha por tu decisión. Juras que, de morir mañana, estarás realizada.

Para ti dejar la escuela y anunciarlo a los cuatro vientos como un acto de salvaje libertad es el inicio de algo. ¿De qué?

Gracias a las tecnologías hoy una chava de dieciséis puede mantenerse por sí misma siendo blogger o anunciando ciertas marcas. O no sé; tal vez prefieras la ruta de la radicalización y planees irte a vivir a una comuna. Ser nómada y levantar construcciones ecológicas. Comer lo que siembres.

O a lo mejor eres de esas chavas “súper pila” que ya trabaja o está metida en proyectos de incubación. De ser así, esos proyectos no tardarán en generarte dividendos, y por qué no, felicidad.

Al subir el video era lógico que aparecieran dos bandos: los que te prenden incienso y los que te lapidan. O puede que haya hasta un tercer bando: a los que les provocas ternura.

Creo estar en el tercer bando.

Tu declaración es conmovedora porque conservas la bravura de la adolescencia. Y gritas y haces muecas y te enojas.

Cuando uno crece y llegan los frentazos, esos gritos, esas muecas, esos enojos adquieren otro matiz. Créeme: crecer es como vivir un domingo permanente. Llega una hora atroz en cada domingo en la que, de pronto, estamos súbitamente solos.

Seamos ovejas del sistema o anarquistas de tenis Adidas, estamos solos. Haya o no padres, estamos solos.  Y desgraciadamente esos padres, solos respectivamente, tampoco entienden muy bien sus funciones, pues optan por transferir a los hijos esos sueños holograma que en otro tiempo fueron ilusión.

Pienso en estas líneas de Thomas Bernhard:

Somos procreados, pero no educados, con todo su embrutecimiento, nuestros procreadores, después de habernos procreado, actúan contra nosotros, con toda la torpeza destructora del ser humano, y lo arruinan todo, ya en los primero años de su vida, en ese nuevo ser, del que no saben nada, sólo, si es que lo saben, que lo han hecho aturdida e irresponsablemente, y no saben que con ello, han cometido el mayor de los crímenes. Con una ignorancia y una vileza completas, nuestros padres nos han echado al mundo, una vez que estamos ahí, no pueden con nosotros. Todos sus intentos de poder con nosotros, fracasan, pronto renuncian, pero siempre demasiado tarde (…)

 

Esto, con respecto a los padres. Pero, ¿y la escuela?

Bernhard dice:

Cualesquiera que sean los medios y métodos educativos, los hombres serán educados para su perdición.

 

Poniéndonos frívolos, estas líneas podrían ser también una modalidad elevada de pataleta. Una pataleta filosófica que fue (es y seguirá siendo) una pataleta brillante y poderosa.

Lástima que hace veinte años, cuando fueron dichas estas frases, no existían las redes sociales.

Entonces no estaríamos replicando y escuchando las ocurrencias de una chava que no se ha dado contra la pared, y sí, la brutal patiza que un vienés genial, enfermo y anárquico, le acomodó a los padres y a esa máquina aniquiladora del espíritu llamada escuela.

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