Figuraciones Mías

Por Neftalí Coria

Estoy escuchando el disco Lo niego todo de mi querido Joaquín Sabina. Un disco que es la continuación de los muchos que ha grabado y en los que entona el discurso muy suyo, que bien podría señalarse como repetido y fuera de novedades, como suelen decir muchos de los que no les llena ni la luz del sol (y vaya que los hay en abundancia; pululan por las redes, haciéndose pasar por las grandes autoridades en el conocimiento de todo y más).

El disco de Sabina es, para quienes lo hemos seguido y lo conocemos, una más de las hazañas suyas; historias de amor, pero esta vez, bajo las leyes de la madurez y del envejecimiento que por ningún motivo está mal (siempre que se habla de envejecer, se hace para señalar lo que no sirve, lo que disminuyó calidad y valor. Mentira en el envejecimiento de un artista verdadero, están los mejores momentos de su obra).

En estas letras del disco –cuidadas y como flechas, certeras–, asistimos a una discreta despedida y a un canto pesimista (que ya se escuchaba desde antes) por el amor, por el pasado y por el presente. Y es que es la lírica que a mi generación ya nos duele, porque también el tiempo se ha hecho cargo de vencer a los que en la juventud disparábamos contra todo, porque con esos bríos crecimos, con esa libertad de levantar la vida en una sola mano, anduvimos en el arrabal y la sangre de la bohemia de verdad, como la que vimos estallar en las orillas del mundo y en los callejones del alba pestilente de la honda soledad, o como esas noches en que sus fierros calaron en los huesos y se quedaron como sombras que ya nos abandonan. De aquellas noches –Salomón, Miguel Ángel, Macario–, en las que pudimos morir de una alegría por el futuro de lo que el alcohol y la risa libre prometían. Aquellos sueños de poner el mundo a gatas, de comernos la tierra de todo aquello que no sabíamos que era tan ajeno. De ese estiércol memorioso, está hecho este disco de Sabina y nada distinto de lo que antes, el trovador nos hubo dicho en sus anteriores discos.

No somos indivisibles y una sola obra se construye, porque hay una sola vida y sólo hubo tiempo de vivirla por única vez. Me entristece escuchar esas letras con la despostillada y aguardientada voz de Joaquín. Porque es el pasado lo que aparece como todo aquello que nunca se quedó en las únicas astillas de la esperanza que nos queda. Y es tan triste saberlo, como ignorarlo, como cuando vi a un viejo amigo que nunca fue poeta, leer sus versos malos y con la esperanza palpitante de cambiar el mundo con ellos, mientras sus ojos se humedecían. Por el contrario, Sabina tiene de su lado la lucidez y la fineza de su lírica, el oído de un hombre que oyó la música del mundo y tuvo el privilegio de comprenderlo. En ambos casos, los referidos están al final de la vida, hay algo triste, algo que no deseo explorar más, porque sigo triste con esa canción que le da título al disco y porque yo también “Lo niego todo” después de vivirlo todo, después de llorarlo todo, después de reírlo todo, guardarlo y darlo todo, de amarlo todo y odiar lo necesario y aunque pareciera un acto de cobardía, cada uno estará en el derecho de negar el pasado. Y negar no es arrepentirse, es negarlo, simplemente negarlo y punto.

Sabina dice: “Lo niego todo,/incluso la verdad” y me sumo a ese derecho de negar lo que también libremente hicimos, porque encuentro que es muy sano: “Si me cuentas mi vida, lo niego todo”. Y es que pienso en esas cosas que deben quedarse como ceniza en la vida, como algo que no debió haber pasado y aunque sucedió, lo niego porque negarlo quiero. Un derecho de dar un portazo a los actos libres en los que estuvimos vivos y viviéndolos con la intensidad o el desenfado que nos merecieron. Y si los niego, negados quedarán. Se niegan los ex amigos (o al menos yo sí). Se niegan los pecados, los errores, las piedras con las que fuimos tropezando por el empedrado camino y con las que –aunque quisimos–, jamás pudimos tropezar. Y se niega un amor pisoteado, un lecho lejano de felicidad o un sitio en el que un día se ha sido feliz. Se niega el amor que nos arañó por dentro y nunca fue lo que dictaron los sueños de inocencia o torpeza sentimental. Y niego también, que de aquí en adelante habrá redención, porque tampoco es necesaria.
El disco de Sabina, es un pago de cuentas y un reconocimiento que la vida es una sola, como en otra de las canciones que más me conmueven: Lagrimas de mármol, donde un “superviviente”, advierte el final de la vida de modo brutal. Dice: “la vida alrededor ya no es tan mía,/desde el observatorio de mi casa/la fiesta se resfría.” Y remata con un navajazo: “Acabaré como una puta vieja/hablando con mis gatos”. O en la canción de Leningrado, que es el reencuentro de dos amantes a la vuelta de casi cincuenta años en los que la vida se fue por distintos abismos y nada tuvo remedio, “Porque la revolución tenía un talón/de Aquiles al portador/y flotando entre las ruinas/enviudó una golondrina en mi balcón.”

Joaquín Sabina arde y esta lírica aceitada en la que predomina una cruda melancolía, es la mejor prueba de las llamas, en las que una poesía con fiebre, bate las alas y vuela alto.º

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