Por: Neftalí Coria
Ahora que vienen estos días en los que la iglesia hace su agosto potencial, comienzo a escuchar las hermosas Pasiones de Bach (la de San Juan, San Marcos y San Mateo) pero especialmente y de manera obsesiva, escucho la “Pasión según San Mateo”, esa magnifica “pasión oratoria” que es una de las obras musicales que no dejaré de escuchar el resto de mi vida y que Bach estrenara el 15 de abril de 1729, un viernes santo.
Leo una traducción distinta a la que solía leer, gracias a mi amigo Gilberto Carrillo que me obsequió una buena dotación de textos sobre esta obra. Cuando comenté mi costumbre que ya tiene algunos años, alguien me dijo: “Ah, entonces eres ‘creyente’ de closet”. No respondí semejante banalidad, como tampoco me ha importado, explicar por qué razón escucho la música de Bach que tiene que ver con la iglesia, ni ahondaré en mi impresión dramática que el arte religioso me provoca, como puede leerse en algunas de mis obras de teatro. Un paisaje humano semioscuro del alma, encuentro en todo esto y me gusta internarme en él.
Y también, como lo hacía Carlos Fuentes en Semana santa, leo el Quijote (aunque como muchos de mis amigos saben, la obra de Cervantes, acostumbro leerla también en diciembre y a veces todo el año). Pero vuelvo a Bach. Lo escucho mientras camino por el Acueducto en las mañanas y mientras manejo durante el día. Hay algo misterioso y maravilloso que la voz me provoca mientras canta; un estremecimiento que el canto insta al corazón.
Pienso en la voz, como el mayor instrumento humano que se reúne con otras voces, entonando y armonizando en tumulto una melodía y el resultado es mayúsculo. Quizás los que cantan a coro –mientras cantan–, no se dan cuenta de los que a las afueras escuchamos el complejo vocal que puede estremecer como ningún instrumento puede hacerlo, porque la voz, puede expresar todos los sentimientos y las variaciones que existan. Nada, sino la voz, puede provocar –además con palabras– el llanto, la alegría o un estremecimiento inexplicable que doblega el corazón de un hombre.
Hoy por la mañana, mientras escuchaba algunos motetes –como preámbulo antes de la Pasión según San Mateo–, pensaba en la hazaña, cumbre de la imaginación de Johann Sebastian Bach. Qué hombre es éste con el alma tumultuosa pudo amueblar el aire y logró escuchar los hondos pájaros del mundo para llevarlos a una página de la escritura perfecta de esas notas que hoy, escucho bajo el sol de abril en Morelia. Y podríamos explicarnos con la facilidad que evita profundizar, que Bach, perteneció a una familia de músicos; recuérdese que su padre era violinista y su hermano Johann Jacob Bach fue oboísta y a quien Johann, le escribiera el muy conocido “Capricho sobre la lejanía de un hermano querido”. No sabemos si su padre fue compositor, porque no hay vestigios que lo demuestren. Lo que sí sabemos, es que la música para el genial Johann Sebastian, era un alimento de familia. Entre los ocho hermanos, fue Johann Sebastian, el dueño del mayor talento, porque tampoco creo que la genética accione su maquinaria para que el talento sea herencia como mucho se ha creído. La indiscutible genialidad (soy desconfiado en usar esta palabra), tiene otros componentes y quizás como lo he dicho en otro momento, un talento como éste, la mayoría de las veces, sólo alcanza para un solo miembro de una familia y por lo regular suele ser inesperado.
Me impresiona el numeroso talento del compositor identificado como el maestro del Barroco y me asombra el tumultuoso espíritu que poseía Johann Sebastian. Y aunque sea lugar común, también me asombra el número inmenso de obras escritas y sobre todo, en su mayoría, extraordinarias, y entre ellas, una buena cantidad de obras maestras. Me emociona saber que en la historia, hayan existido hombres como Bach y como Cervantes a quienes dedico estos días, en lugar de ir a las playas convertidas en caldos humanos o a los lugares donde el turismo religioso pulula exorbitante. Sigo escuchando las Pasiones de Bach y leo a Cervantes. Salgo a los cafés de la mañana y dedico tiempo a escribir una novela más, que ya puebla con sus primeros capítulos mi cuaderno.
Y pienso en Bach ahora que lo escucho mientras escribo estas líneas. Ese hombre que escribió la mayor parte de su obra vocal, en una sola ciudad entre los años 1723 y 1741, cuando en Leipzig era Kantor de la iglesia y debía componer para el servicio religioso de las principales iglesias de la ciudad, motetes, cantatas y pasiones. Además le obligaba a componer para funerales y otros actos civiles, lo que me inclina a pensar que estaba atento a ese influjo hondo de lo que toda muerte en su solemnidad provoca. Fueron más de quinientas obras corales las que compusiera este hombre, quien además de ser compositor, fue organista, violinista, clavecinista, Kantor, Maestro de capilla y padre de veinte hijos. Nada más grande en la vida de un hombre, que hacer aquello que lo apasionó y en su obra queda claro. O como Cervantes, que escribió la novela mejor tejida de la historia de la novela moderna.
Dos monstruos de la creación me acompañan por estos días y estoy seguro que no me voy a acordar de la semana del comercio cristiano, ni de las banderitas moradas por toda la ciudad. º
