Por: Alejandra Gómez Macchia
Leí la última columna de Fadanelli, donde habla de la ética de los perros y cómo se ha invertido el rol de la mascota respecto a su dueño.
Curioso: ahora nosotros, los humanos, debemos de prestar más atención sobre el comportamiento canino para así intentar ser más civilizados.
En mi experiencia personal, a últimas fechas he estado observando concienzudamente a mis canes pues, como dice Fadanelli, tienen mucho que enseñarnos.
Tengo dos perras. Dos westies de 5 y 4 años respectivamente. Madre e hija.
Es complicado mantener bien blanco a un perro blanco, por eso cuando me regalaron a Cusca (la madre) puse algunas objeciones, pero la perrita acabó por enamorarme aunque estuviera mugrosa.
Pronto, al año, llegaría Pía (la hija) y ya no era sólo una mugrosa sino dos mugrosas. Aun con este contratiempo cromático las muy ladinas son mi adoración.
Regreso al tema: he estado observándolas muy de cerca, sobre todo me fijo mucho en la dominación que ejerce la madre sobre la hija.
Cusca (la madre) era una perrita tierna y juguetona hasta que nació Pía. Una vez que se convirtió en madre no sólo se convirtió en madre biológicamente pues su temperamento cambió drásticamente: se volvió una madre dominadora, regañona, celosa y perfeccionista al grado de tener aterrorizada perpetuamente a su hija.
Al nacer, Pía recibió doce golpes en la cabeza ya que a la hora del alumbramiento, Cusca salió corriendo por las escaleras y el bebé fue rebotando, pendiendo solo de la tripa que la ataba a su madre. Desde ese instante, Pía es una sobreviviente. Padece de temblores incontenibles cuando se siente amenazada. ¿Y por quién se siente amenazada? Por su horrible madre judía.
Yo digo que Cusca es la perfecta madre judía. Lo supe cuando leí “El lamento de Portnoy” de Philip Roth.
Cusca cumple todos lo requisitos para ser una madre judía, como la madre de Portnoy cumplía los requisitos. Por eso a veces le digo a Cusca, “Señora Portnoy”.
Además de ser un ejemplar genuino de madre judía, Cusca es una madre celosa. Está enamorada de mi marido, es decir, de su padre humano, es decir, del macho alfa de la casa.
Cusca se siente la dueña de la casa. A mí me ve como a una colaboradora ordinaria. Sabe que soy su madre humana, pero no me teme ni me guarda respeto alguno.
Nadie más que ella puede ocupar el lado de la cama del macho alfa, y cuando digo nadie es nadie. Si Pía se atreve a posar sus patitas en la almohada de papá, Cusca la toma del cuello y la reprende a gruñidos. Lo mismo pasa si papá llama a Pía; no transcurren dos minutos para que la madre psicópata corra a darle una arrastrada a la hija para que no vuelva a insubordinarse.
Debido a estos regaños y a la disciplina férrea que Cusca le exige a Pía, ésta última se deprime constantemente. ¿Cómo sabemos que se deprime? Porque huye. En cuanto su perra madre le da una paliza, Pía se guarece en su cueva secreta ubicada debajo de las escaleras. Allí puede pasar semanas enteras sin ser vista.
En silencio, Pía hace actos de contrición y sólo sale al pasillo para tomar un poco de agua o comer.
¿Qué hace la madre cuando esto sucede?
Como buena madre judía, no es que sea una mala madre, es una madre estricta…
Cuando la hija se retira a sus habitaciones para flagelarse, la madre la mira desde cierta distancia. No la deja del todo sola. Va a darle sus vueltas y se apersona para meterle una lengüetada en la cabeza como diciendo: “nadie dijo que la vida es justa”.
Este próximo 10 de mayo pienso festejar a mi madre, claro, pero ya que ahora las mascotas nos dan lecciones de ética y buenas costumbres a los humanos, he decidido incluir en mi festejo a Cusca.
Estoy segura que tengo mucho que aprender de ella. Más en los siguientes meses, pues se avecina un huracán de 14 años llamado Elena (mi hija).
Seguiré observando minuciosamente la conducta de mis westies.
Ellas (y no mi madre ni la abuela ni los libros de Gaby Vargas) son las mejores guías morales que una mujer como yo puede tener en la vida.
