La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia
Manipular a una madre no es fácil, más bien es una tarea complicada que requiere de muchos años de prueba-error.
De pronto, y sin que nadie te lo preguntara, ya estás acá. Eres un bebé bobo que no puedes hablar ni valerte por ti mismo, pero resulta que todos quieren besarte, cargarte y acariciarte. Tu piel es, ¡oh sí!, tan suave…
La gente, los extraños que se aglutinan a tu lado para hablarte como si fueras un perrito (con voz aguda y un gesto sumamente cursi y patético), no son nada para ti en este momento. Son sombras borrosas. Espectros extraños sin forma definida.
Tu vida acaba de comenzar y sólo reconoces a tu madre. ¿Y cómo sabes que esa señora dolorida es tu madre? Porque recuerdas su voz. Esa voz apacible que te hablaba entre capas adiposas y carne. La voz que llegaba distorsionada a tus oídos tiernos mediante el agua.
Ya naciste, y no ha nada que puedas hacer. No lo decidiste, pero aun siendo tan tan pequeño e inútil tienes un recurso maravilloso en tus manos; en tus mínimas manos que no lograrán sostener nada hasta que cumplas tres o cuatro meses.
Ese recurso maravilloso se llama manipulación. Tú, bebé, no conoces la palabra, es más, no conoces ni entiendes ni estás preparado para el lenguaje. Algo hay ahí, y tu mini cerebro pronto lo descubrirá. Descubrirá que llorando como un loco, tu madre, tu santísima madre, irá corriendo a ver qué sucede. Te levantará de esa pequeña caja carcelaria que pronto descubrirás que se llama cuna, y te llevará a su pecho. Puede ser que ni hambre tengas, pero el chiste es llamar la atención, al fin y al cabo, tú no decidiste venir al mundo, así que los responsables deben pagar por su osadía.
La primera herramienta de manipulación será el llanto. Tomarás aire y llorarás por todo en cuanto te des cuenta que esos alaridos estridentes son la llave mágica para atraer a tu madre, y algo mejor, para esclavizarla.
Ya más grande seguirás llorando. Mientras no sepas hablar, llorarás irremediable y descontroladamente hasta que se haga tu voluntad. Una voluntad en ciernes, pero voluntad al fin.
Luego serás lo que se conoce como “un niño”. Comenzarás a caminar y ese será tu segundo paso hacia la tiranía. Tu madre; esa señora desesperada que corre a ver qué te pasa cada vez que lloras, ahora va tras de ti a todos lados. Se ha convertido en una extensión de tu cuerpo. Tú caminas y la madre te sigue. Es una sombra. Pero no una sombra cualquiera: una sombra amable y amorosa que nunca te dejará solo.
Después la desarmarás el día que le digas “mamá”. Ese será tu gran triunfo de infancia. Cuando tu boca sin dientes deje de balbucear ruidos inconexos y logre unir los labios inferiores con los superiores para decir “mamá”, estarás del otro lado. A partir de ese momento el mundo cambia. Si tu madre ya era esclava de tu blandengue cuerpo, con esa palabra poderosa te convertirás en un monarca y tu reino no tendrá fin hasta que la pobre mujer sea una anciana.
Ellas, la madres, siempre dicen que no, que nosotros, los hijos, no somos los dueños de su existencia. Pero mienten. Las madres siempre mienten para proteger a sus vástagos. Sobre todo para protegernos de nosotros mismos.
La vida pasa. Llega la temible adolescencia y la madre ya no es, a nuestros ojos, la sombra fiel, el dulce remanso de paz, el surtidor de miel que nunca se agota.
En esa etapa se convierte en una bruja que intenta dominarnos. Nos regaña a cada rato, nos avienta la chancla, nos obliga a vestir bien y a estudiar para “ser alguien de provecho”. ¿Cuál es la mejor táctica para doblegar a la bruja? Darle por su lado. Hacerla sentir que en verdad tiene poder sobre nosotros. Pelear con una madre en la adolescencia es una guerra perdida. La madre, la dulce señora que nos hablaba en diminutivos y nos consolaba por las noches, saca sus mejores artimañas para doblegarnos y lo consigue. Casi siempre lo consigue. ¿Por qué? Porque es tu madre y te callas.
Y sí… es mejor callar. Tienes 15 años y las herramientas de manipulación deben invertirse. Ya no usarás tu cándida voz para someterla, ¡no! Para manipular a una madre en plena adolescencia no hay una treta mejor que el silencio.
Okey. Sobreviviste a los granos, a las espinillas y a las barbitas de azotador. No eres un burro, pero tampoco eres brillante. Eres un adulto ordinario y harás una vida ordinaria. Te casarás con una persona a la medida de tus posibilidades. Esa persona seguro será una amenaza para tu madre. Más si eres hombre. La madre es la enemiga a vencer de las novias.
Repito: no eres una lumbrera. Sólo eres un hijo normal con su chamba normal y una novia normal, pero para tu madre eres la aproximación a una divinidad. Te ama pese a tu mediocridad. Ensalza tus logros como si de verdad fueras rumbo al Nobel. Las madres, por lo general, son ciegas, y ese es el recurso que deberás utilizar a tu favor a partir de entonces y hasta su muerte.
Como las madres no ven o no quieren ver la realidad de sus hijos, la mejor herramienta de manipulación es fungir como lazarillo.
A estas alturas del partido ya no la conmueve ni tu voz ni tu silencio… lo que deberás hacer es ponerla en el altar que ella misma dispuso para ti cuando eras un imberbe. Si eres mujer, procura que tu madre se sienta incluida en tus asuntos: pídele consejos aunque sepas de antemano que no los seguirás. Llora con ella (ahora los papeles cambian y ellas son las que suelen manipular), dale su lugar de abuela (a pesar de que sepas que va a malcriar al niño como venganza a tu tozudez).
Si eres hombre, manipular a la madre es más complicado porque tienes al lado a la mayor competencia: la novia o la esposa ruin. En ese caso deberás actuar con sigilo. Nunca compares a la madre con tu mujer, al menos no en presencia de la rival.
No le pidas consejo, más bien da por un hecho que ella tiene la razón absoluta (pero nunca enfrente de tu fiera).
Hazle creer que sigue siendo la mujer de tu vida. Una madre siempre es una madre; la esposa, ¡quien sabe!
Siguiendo estas instrucciones serás un hijo feliz porque en el fondo serás un perfecto hijo de tu madre.
Y por favor: el día de las madres no la pongas a trabajar. No le regales objetos que la esclavicen aun más a su casa. Por un día en tu miserable vida esfuérzate y mírala como la mirabas el día que naciste y te ahuyentó a la marabunta familiar que te acosaba con sus ridículos mimos.
