Bitácora
Por Pascal Beltrán del Río
Anticorrupción: ¿tarea de un solo hombre?
¿Puede el ejemplo de un hombre, desde la cúspide del poder, cambiar para bien a una sociedad?
¿Puede ese hombre inspirar al resto de la clase política para que deje de pensar en beneficiarse de los cargos públicos?
Ante la sucesión presidencial en 2018, debemos reflexionar sobre esas preguntas.
Es cierto, hasta ahora todas las medidas que se han tomado para reducir la corrupción en México han tenido un éxito insignificante o nulo. Es más, podría alegarse que la corrupción ha empeorado en años recientes.
La alternancia, ese instrumento en manos del electorado para castigar a los malos gobiernos, no parece haber tenido mayor incidencia en reducir la corrupción. Hoy está presente, en mayor o menor medida, en gobiernos de todos los colores.
El caso Sonora muestra claramente que un gobernador de transición puede incurrir en actos de corrupción, aunque su llegada al cargo haya sido impulsada por el hartazgo ciudadano con el statu quo. Recordemos que hasta 2009, ese estado no había tenido un gobernador que no fuera del PRI.
Por otro lado, la construcción de una solución institucional al problema –el Sistema Nacional Anticorrupción– apenas está en ciernes y no sabemos qué tanto éxito va a tener.
Otra propuesta que ha aparecido últimamente en escena es la erradicación de la corrupción mediante el ejemplo personal que pueda dar el Presidente de la República, la máxima figura del poder público.
Eso, ciertamente, no lo hemos probado. Nunca, hasta ahora, alguien había dicho públicamente que cuando llegue a la Presidencia la corrupción dejará de existir por ese simple motivo; que su honorabilidad caerá en cascada y empapará a todos los políticos, sean sus subalternos o no.
Me puse a pensar en el dignatario mundial actual más reconocido por su rectitud.
Pensé, por supuesto, en el Papa Francisco, quien lleva una cruzada contra la corrupción en la Iglesia y afirmó en un texto escrito para una reunión del Celam esta semana que dicho problema “carcome a nuestro pueblo latinoamericano”.
Quizá sea un buen ejemplo, aunque dudo que pueda decirse a estas alturas de su pontificado si Francisco tuvo éxito o no en su misión.
Luego pensé en Nelson Mandela, de cuyo ascenso al poder se cumplieron ayer 23 años.
Mandela fue presidente de Sudáfrica de 1994 a 1999. Pueden encontrarse múltiples casos en los que trató de modelar con su ejemplo el desarrollo de su país en la era posterior al apartheid.
Actualmente, uno de los temas de discusión más importantes en Sudáfrica es el combate a la corrupción. Desde 2001, el país ha caído 34 lugares en el Índice de Percepción sobre la Corrupción, de Transparencia Internacional, y 17 lugares desde 2009.
El presidente Jacob Zuma, uno de los sucesores de Mandela –fue su compañero de encierro en la cárcel de Robben Island–, ha enfrentado escandalosas acusaciones de corrupción desde el principio de su mandato, en 2009, cuatro años antes de la muerte de Mandela.
Una de las principales controversias en torno a Zuma es su relación con los Gupta, una familia de origen indio que se ha enriquecido enormemente al amparo de los gobiernos del Congreso Nacional Africano (ANC), el partido de Mandela y Zuma.
Pregunté ayer al periodista sudafricano Pieter-Louis Myburgh, autor del libro The Republic of Gupta, si creía que la llegada al poder del ANC había generado la corrupción que hoy se ve en ese país.
“Yo creo que las redes de corrupción se establecieron incluso antes de la transición de 1994”, me respondió. “Durante el régimen del apartheid, el Partido Nacional ciertamente se benefició de la corrupción a gran escala, sólo que tenía mayor habilidad para que no se notara”.
—¿Cuánto pudo hacer una figura moral como Mandela para impedirla?
—Creo que muchos de nosotros hubiéramos querido que Mandela se quedara más tiempo.
—¿Diría que él logró que la corrupción fuera insignificante durante su Presidencia?
—Probablemente, no. No tengo un juicio definitivo sobre eso, pero me parece que después de él, la corrupción se ha vuelto mayor y más penetrante.
Uno tiene que preguntarse si un político, por muy popular y austero que sea, puede él solo acabar con un problema tan enraizado como éste. Si Mandela no pudo dejar sembrada esa semilla entre sus seguidores, subalternos y sucesores, ¿alguien podrá?
