Plumas Ibero Puebla
Por José Rafael de Regil Vélez
Soy testigo de que muchas personas, profesionales de la educación, se preguntan cómo llevar adelante la obra pedagógica que les ha sido encomendada –como docentes, administradores educativos, entrenadores deportivos o tutores–, de tal suerte que sus educandos al recibir una educación formal o informal sean seres humanos integrales: capaces de construirse como personas al relacionarse con los demás y crear condiciones sociales, históricas, económicas, políticas y culturales propicias para una vida digna y lo más justa posible.
Ante ello, se preguntan por la didáctica, buscan técnicas, revisan planes y programas de estudio, tratan de integrar los aportes de las diversas tecnologías a la educación, en especial las de la comunicación y la información. Los autores son revisados, se escriben ensayos, ponencias y artículos, se invierten horas en capacitación, lo cual –debo decirlo– nunca está de más.
En este mes de mayo quiero sumarme a esta búsqueda reflexiva trayendo a colación un escrito de hace 183 años que refleja una experiencia profundamente humana y está en la base de todo acto educativo formal o no formal, doméstico o institucional.
Juan Bosco, educador del norte de lo que ahora es Italia, había emprendido una labor que llevaba poco más de 40 años al momento de redactar el texto que comentaré. Su equipo de trabajo, conocido como salesianos, atendía a cientos de muchachas y muchachos de escasos recursos, huérfanos, migrantes e incluso algunos de ellos emproblemados con la justicia. Les daban de distintas maneras las herramientas para que pudieran realizar su vida al llegar a la adultez (él decía que fueran honestos ciudadanos), con un sentido sólido y trascendente de la vida.

Para el piamontés, se podría saber cómo iba la acción pedagógica a partir de la constatación de qué tan a sus anchas vivían la experiencia formativa los estudiantes y el mejor lugar para percibirlo no era el salón de clases ni los exámenes o pruebas estandarizadas, sino el patio: el lugar de la explosión de la energía, la alegría, la confraternidad y la vitalidad.
En su sistema pedagógico el juego, el arte y la fiesta son los instrumentos privilegiados para que las personas extraigan de sí lo mejor y vayan apropiándose de ello en el camino de convertirse en personas autónomas.
Pues bien. Un día de mayo de 1884 escribió una carta para los educadores que colaboraban en su misión y los estudiantes en la que describe dos escenas contrarias entre sí y que él dice haber visto en un sueño. El documento se conoce y puede ser encontrado en internet como Carta de Roma.
En la primera escena, los jóvenes y los educadores comparten con alegría en el patio durante el tiempo de la recreación. En su interacción disfrutan, se preocupan unos de otros y los acompañantes pedagógicos se acercan a unos y a otros, reconociendo sus logros formativos e invitándolos a la mejora cuando ha habido cuentas por realizar… se trata de un momento de alegría, correlación e intervención pedagógica. Este espíritu común permea todas las demás acciones educativas de su obra.
En la segunda, el patio está de-sangelado, los educadores se relacionan básicamente entre ellos y los estudiantes también. No hay interacción educando-educador y existe un ambiente apagado, en el que se está como “a fuerzas” y que permea todas las demás acciones educativas.
En un supuesto diálogo con antiguos alumnos que en su tropelía onírica lo acompañaban, ellos le preguntan al anciano pedagogo cuál de las dos escenas prefiere y si sabe por qué es la diferencia.
En resumidas cuentas, el contraste entre un ambiente educativo en el que todos colaboran para formarse como personas y otro en el que realizan acciones que no son educativas estriba en la confianza.
Dicho en palabras nuestras: en la educación –antes que enseñar y aprender conocimientos– una persona que de alguna forma ya ha ido aprendiendo a vivir humanamente y ha encontrado cosas valiosas para ello, se pone al lado de alguien que comienza la vida y le comparte lo que ha encontrado para su formación como persona.
Dicho de otra forma: prácticamente todas las personas que conozco reconocen como buenos educadores a quienes influyeron en su vida no sólo porque les dieron conocimientos científicos, técnicos, artísticos o deportivos, sino porque les ayudaron a dar pasos para ser las personas que hoy son.
En esa perspectiva, la única forma en la que pueda haber procesos formativos es que alguien que aprende confíe en alguien que educa. A ello sólo se llega con cercanía, afabilidad, cortesía y presencia; todo lo anterior, enfocado claramente a educar y no meramente a constituir un “grupito de amigos”.
La educación nace en el corazón, no en el intelecto… integra a éste e integra la voluntad, pero es a partir de establecer una corriente afectiva que confiere la credibilidad inicial al educador frente al educando.
¿Cómo llegar a ello? Interesándose en lo que a los discípulos les llama, para que ellos les atraiga lo que a sus mentores lesinteresa y que fundamentalmente tiene que ver con el juego, con el teatro, la danza, el deporte, lo artístico… todo eso que en nuestros tiempo se llama lo “extracurricular”, lo “extra áulico” y que lleva a que lo áulico se vuelva provechoso.
Hoy hay directores, supervisores, incluso pedagogos que aconsejan a los docentes que mantengan distancia, que no se acerquen a los educandos… en gran medida porque les asusta que los puedan demandar y, en el fondo, debido a que no entienden el rol que juegan. Si no hay relación afectiva sus afanes toparán contra pared una y otra vez.
Todas las cosas hermosas que dice el modelo educativo nacional vigente y muchas de las filosofías educativas de las escuelas podrían ser realidad si se partiera del hecho, fundamentalmente humano, de que la educación nace en el corazón y quienes la practican deberían volverse profesionales de la cercanía, la amabilidad que suman para que en los proyectos cognoscitivos y técnicos, en la disciplina que llevarlos a cabo supone, el alumno colabore con el profesor porque cree que algo bueno va a salir de eso para su vida…
Una vez que aprendieron que lo más profundamente humano pasa de esta forma de una generación a otra, ellos en la forma de vida que decidan construir de alguna manera serán educadores y les propondrán a alumnos, empleados, hijos, etcétera, formas de vivir humanas.
Así, la educación nace y termina en el corazón y transcurre por el intelecto, la voluntad y las emociones que nos portan el patrimonio intelectual y cultural de quienes nos precedieron y nos habilitan para transformarlo y entregarlo a los que nos sigan, de tal suerte que el mensaje de que la vida humana digna es posible permita que de alguna forma el mundo sea un poco mejor que como se nos ha dado.
