Bitácora

Por: Pascal Beltrán del Río

En unas semanas, la democracia mexicana, nacida de la reforma política de 1996, cumplirá dos décadas.

El 6 de julio de 1997, México rompió con una época de su historia, al elegir, por primera vez en ochenta años, una Cámara de Diputados de mayoría opositora, así como al primer jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal, cargo que también recayó en Cuauhtémoc Cárdenas, un hombre de la oposición.

El país que había sido gobernado por un mismo partido desde 1929 comenzaba a cambiar políticamente.

Fue un día feliz, aquél. Un día de esperanza. México había logrado dejar atrás varias décadas de gobiernos autoritarios. Las elecciones federales habían sido arbitradas por un organismo autónomo, ciudadanizado, algo impensable apenas un lustro antes. El PRI tendría que compartir el poder con otros partidos y estaba en la ruta de perder la Presidencia de la República, otro hito que se alcanzaría en 2000.

¿Qué ha pasado en estos 20 años? Si lo vemos desde el punto de vista del reparto de los cargos de elección entre las diferentes fuerzas políticas, es necesario decir que mucho.

Sólo quedan cinco estados sin alternancia en la gubernatura —y después del 4 de junio podrían quedar tres— y todas las capitales estatales han tenido, al menos durante un trienio, un ayuntamiento cuya mayoría no está en manos del PRI.

Asimismo, el pluralismo llegó al Senado y a todas las Legislaturas estatales.

Lo anterior es increíble si pensamos que hasta 1988, el viejo partido de Estado no había soltado una sola gubernatura y apenas un puñado de capitales.

Hoy hay estados como Baja California Sur, Tlaxcala y Morelos que han sido gobernados por tres partidos políticos distintos.

¿Por qué entonces el malestar con la democracia que se observa actualmente entre la ciudadanía?

Para comenzar, 55 millones de mexicanos no habían nacido antes de este proceso de transformación o eran demasiado jóvenes para recordar la vida durante el autoritarismo.

Esto es, casi la mitad de la población no experimentó las luchas para abrir el camino a la democracia. Luchas que, a pesar de la relativa tersura en que ocurrió este cambio, no estuvieron exentas de sangre.

Pero el problema va mucho más allá de la ignorancia o la falta de memoria.

Apenas estrenada, la democracia mexicana que vio la luz a fines del siglo XX comenzó a desarrollar males que rápidamente invadieron su cuerpo y la volvieron paralizada y decrépita.

En una conversación que tuvimos ayer en la radio, Luis Carlos Ugalde —el segundo presidente que tuvo el organismo electoral ciudadanizado— definió con precisión lo ocurrido. La democracia mexicana, me dijo, ha dado pluralismo, pero no Estado de derecho. Con esto, agregó, los abusos que antes eran de un solo partido, ahora son de muchos.

Lo que vivimos hoy es claramente insostenible como era lo que existía antes de 1997.

Es difícil saber qué hubiera pasado si el antiguo régimen no hubiera aceptado abrirse y compartir el poder. Sin embargo, no es descabellado pensar que habría dado lugar a una solución violenta.

Hoy, me parece, estamos en una disyuntiva semejante. La gente ha dejado de creer en este sistema de partidos como dejó de creer en aquel PRI.

Hoy, los partidos tienen que decidir si van a retrasar el cambio —colocando al país frente a varios escenarios de riesgo— o si van a conducirlo.

¿A qué me refiero con escenarios de riesgo? Puede ser una salida autoritaria o una balcanización regida por factores de poder regionales (caciquiles o incluso criminales) o un estallido espontáneo.

Me parece que muy pocos de los políticos mexicanos que ocupan actualmente las principales posiciones de poder están dispuestos al cambio. De hecho, la mayoría no lo cree necesario o piensa que puede retrasarse unos años o indefinidamente.

Hace unos días, escribí aquí que hay muchos signos de atrofia de la autoridad e incluso la ausencia o irrelevancia del Estado en diversas regiones del país.

No tendríamos que llegar a una situación límite antes de decidirnos a cambiar esto que ya no sirve.

Pero los partidos piensan otra cosa. A juzgar por lo que hemos visto en las campañas de este año, están metidos en sus pleitos por el poder, es decir, de obtener las ventajas de administrar el dinero público.

Y ésa es una irresponsabilidad mayúscula.

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