Un estado emocional estable de concentración y calma, con largas caminatas, es más productivo y lleva a la verdadera pasión que sólo se cumple si se trabaja en ella poco, pero constantemente

 

Carta de Boston

Por Pedro Ángel Palou /@pedropalou

En 1899 el psicólogo estadounidense –hermano del novelista de Las alas de la paloma– William James, escribió el pequeño ensayo Evangelio de la Relajación, porque estaba ya preocupado –hace más de un siglo– con lo que estaba ocurriendo con sus compatriotas que se habían acostumbrado, en sus palabras, a trabajar de más, viviendo con taquicardia emocional, sin aliento y tensos. Se debía, a su juicio, entre otras cosas a los malos hábitos internalizados, ya sea tomados de la atmósfera social o de la tradición que idealizaban esa forma admirable de vida. Hoy en día aún consideramos que algo que ha representado mucho trabajo es de mejor calidad que lo que, aparentemente, se hizo de forma fácil, en menos horas. Vivimos más que nunca en una especie de frenesí perpetuo, corriendo de un lado para otro y de un aparato electrónico a otro, no sabemos estar solos ni apreciamos el valor de la tranquilidad, el descanso y la posibilidad de recargar baterías (hasta esa metáfora nos viene de esa tradición de malos hábitos de la que hablaba James). Trabajo duro, decimos, y eso otorga prestigio y orgullo en lugar de pena y vergüenza, algo de lo que se burla Nassim Nicholas Taleb en su brillante libro Anti-fragilidad.

Dos años antes, en 1897 el brillante científico español Santiago Ramón y Cajal escribió un libro hermoso que debiera reeditarse, regalarse y distribuirse masivamente como si se hubiese escrito ayer: Consejos para un joven investigador (en el tono del famoso libro de Rilke, las Cartas a un joven poeta). Alertaba allí a los aspirantes a convertirse en científicos de dos impedimentos mayores que se entrometerían en su camino mientras buscaban realizar nuevos descubrimientos científicos. La ciencia, decía Ramón y Cajal, se ha vuelto una fuente de poder industrial y político y el trabajo científico se ha vuelto absolutamente competitivo. Los científicos, decía: “no se pueden concentrar más, por largos periodos de tiempo en un solo tema”, o pensar con profundidad “en el silencio de su estudio, confiados de que sus rivales no interrumpirán sus tranquilas meditaciones”. La razón: la prisa en ganar la competencia, la investigación frenética es superficial y desvía al joven científico del trabajo profundo, más lento, más importante. Pero en segunda instancia, a juicio del español, la mayoría de los científicos creen que más horas son equivalentes de mejor resultado y que una avalancha de artículos, conferencias y libros llevarán a una iluminación profunda. Esa forma de trabajar, a su parecer, lo único que produce es trabajos mediocres y preguntas fácilmente resueltas, en lugar de trabajar en las verdaderamente profundas. Crea la apariencia de profundidad y el sentimiento (y la dopamina) de sentirse productivo. Escoger ser prolífico, pensaba, significa cerrar la puerta a la posibilidad de un gran trabajo, de verdaderos descubrimientos. No se malentienda, esto viene de alguien que escribió más de 300 artículos científicos en 50 años de investigación, cuyos descubrimientos y dibujos se siguen usando y que lo mismo escribió de neurociencia que de salud pública o incluso de ciencia ficción, que adoraba. Lo que Ramón y Cajal diagnosticaba y alertaba en contra es nuestro pan de cada día. Hemos escogido la superficie, lo mediocre y usamos las redes sociales para mostrar nuestros “logros” acumulando una y otra conferencia, uno y otro libro, uno y 100 más artículos. ¿Se harán de esta manera grandes contribuciones a la ciencia, al arte, a la investigación humanística? Lo dudo.

¿Y si seguimos mejor el consejo de William James en su Evangelio? Un estado emocional estable y no frenético, de concentración y calma, con largas caminatas, es más productivo y lleva a la verdadera pasión que sólo se cumple si se trabaja en ella poco, pero constantemente. La fórmula, parece, es cuatro horas al día. Algunos científicos, escritores o inventores –Darwin, Dickens, Edison– en dos periodos de dos horas cada uno. No más. Y luego caminar, leer, conversar, una buena sobremesa. Todo lo que nutra a ese ser humano que vive de la creatividad, de su imaginación y de la posibilidad de crear algo nuevo. Nos preciamos de que esta nueva época, la de la economía del conocimiento, requiere personas creativas al máximo, pero luego asumimos que se puede hacer ciencia o arte o diseño o creatividad de cualquier tipo, innovación, en una especie de cadena de montaje taylorista, sumando puntos para el SNI, o demostrándole a otros que somos buenos porque trabajamos duro. Debería darnos pena, vergüenza, tener que trabajar duro en lugar de trabajar profundamente en lo que verdaderamente importa.

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