Carta de Boston

Por Pedro Ángel Palou /@pedropalou

Hay una larga tradición de intervenciones en los jardines, públicos y privados que, curiosamente, es la que verdaderamente recordamos. De Bomarzo y las locuras del conde Orsini a las estatuas parlantes de Heidelberg que tanto impresionaron a Francis Yates en sus trabajos sobre el Renacimiento. De los laberintos ingleses al capricho de Gaudi. A ese cúmulo de obras que buscan modificar el paisaje se inscribe el Kiosko de Jan Hendrix en el Zócalo de Puebla.

El paisaje natural, parecen decirnos todos ellos, nada tiene de natural: es una construcción humana. Pero el Kiosko de Hendrix es más aventurado aún, más lacaniano, si se me permite la expresión aquí: nos dice que todo paisaje es una construcción de la mirada. Toda mirada humana participa, interviene, performa en la naturaleza. Es la gran enseñanza de esta pieza blanca aparentemente arrojada por un vendaval en medio de la plaza pública: una enramada que nos libera en tanto nos hace conscientes de la materia de la que estamos hechos: el lenguaje.

Me voy a detener un poco en esto que comento porque me parece central. Para lograr su reflexión sobre el paisaje, Hendrix se apropia de la naturaleza, la fragmenta y la suspende. Lo que provoca, entonces, es que el ojo que la contempla suspenda, también, sus convicciones sobre lo mirado y sobre sí mismo. Esto es fundamental: es el sujeto de la mirada lo que finalmente cuestiona esta obra que se pregunta quién mira –no sólo qué es lo que mira–, eliminando cierta creencia en el hecho de que es quien mira quien construye.

¿Pero quién está dentro de ese quién que afirma mirar? Nadie, el yo es otro, decía Rimbaud. Y el verbo no podía estar mejor puesto: en tercera persona es. Nunca dice Rimbaud: Yo soy otro, porque lo que cuestiona es el mismo estatuto de ser. La conciencia y lo inconsciente son aquí –en este Quiosco– cuestionados radicalmente. Somos lenguaje, cadena de significantes sin significado otro que la reja natural que nos envuelve y que, curiosamente, nosotros mismos hemos performado, actuado. O mejor: enactuado.

Otro hecho a destacar: la temporalidad de una obra como la que nos ocupa. Se trata, verdaderamente, de un hecho artístico circular: nunca empieza y nunca termina, es una especie de cinta de Moebius o de infinito matemático. El tiempo así suspendido nos hace descreer de esa otra ilusión, que vivimos entre el pasado y el futuro. Nada más claro después de Kiosko: vivimos en un presente perpetuo que se enactúa una y otra vez, que empieza de nuevo, novedoso y distinto aunque incorpore las experiencias previas, mis otras visitas a la obra, mis otras acciones performativas allí dentro/fuera, en medio.

Desde el siglo XVIII la idea de representar la naturaleza cobró una fuerza inusitada gracias a la botánica, a la taxonomía de Linneo y a la propia idea enciclopédica: el mundo podía contenerse dentro de un libro (aunque, como sabía Borges, el libro tendría que ser infinito). Acto de cartografía perpetua el ilustrador naturalista debía ser fiel a lo mirado. Proliferaron así también los libros sobre el método, sobre la correcta forma de interpretar lo visto y representarlo en la página. Un fragmento de las instrucciones de Gómez Ortega a los artistas de la Real Expedición Botánica dice así: “En sus trabajos deben limitarse a copiar la naturaleza con exactitud, especialmente las plantas sin procurar adornar o aumentar algo con su imaginación” y más aún, siguen las instrucciones de Gómez Ortega: “(Los artistas) deben únicamente dibujar lo que ha sido precisamente determinado por los botánicos, y trabajar siempre bajo su supervisión, siguiendo obedientemente sus instrucciones, y tener especial cuidado en dibujar aquellas partes que el botánico pueda considerar importantes para el conocimiento y el reconocimiento de las plantas; y a veces, si es necesario, representar separadamente y en mayor tamaño estas partes”.

Se trataba de utilizar la razón, privilegiada, para iluminar, explicar, aclarar la realidad. Nada más ajeno ahora en el Kiosko de Hendrix que ese uso de la naturaleza. Aquí, al contrario, estamos dentro de la enramada: reconstituidos por lo que creemos mirar –aunque eso termine mirándonos–, y que nos constituye al reconfigurarnos. Otra razón, más interesante que dar de comer a las palomas, para ir al Zócalo de la ciudad de Puebla. Perderse para encontrarse, como quería Fenelón y ahora desea Jan Hendrix.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *