Figuraciones Mías

Por: Neftalí Coria

 

Soy el menor de 11 hermanos y llevo el nombre de Neftalí, porque dos de mis hermanos mayores tuvieron un amigo con tan raro nombre, porque lo extraño del nombre, quizás fue lo que le gustó a mi padre. Era la época en que todavía se mantenía la costumbre que los niños debían llamarse José y las mujeres María. Y yo fui desde entonces José Neftalí, aunque supe que me llamaba José, hasta sexto año de primaria, cuando tuvimos que conseguir el Acta de nacimiento, para anotar el nombre correcto en el certificado. Hubo muchas sorpresas y decepciones de mis compañeros, cuando supieron sus verdaderos nombres. Ese mismo día me enteré que mi nombre estaba mal escrito, porque don Estebanito, el escribano y Juez del registro civil de mi pueblo, se equivocó al escribirlo. Y por más que le repitieron la F una y otra vez, en el libro de registro, lo anotó con una letra escrita con pluma, como “Neptali” con “P”. Y así pasaron los años, pese a que seguí firmando y siendo Neftalí con F, mi nombre seguía en la legalidad con el error de la letra cambiada, lo que tuvo desenlace –siendo adulto–, en un juicio civil, para corregir aquella letra en cada uno de los documentos que componían mi historia como ciudadano hasta entonces. Una tarea al parecer un poco absurda y laboriosa, si pensamos en los pantanos de la burocracia nuestra. También podría creerse que es un asunto de poca importancia ¿Un error de una letra por otra en el nombre tiene importancia? Claro que tiene importancia, y mucha. Al contrario de lo que muchos pensarían y que es algo nimio, yo no lo creí así. Y decidí emprender la tarea, porque creo que el nombre también es lo que somos. Y mi historia ya había avanzado con la “efe” también en las portadas de mis libros. Lo logré, incluyendo más tarde, el cambio –con el juicio respectivo–, en el acta de nacimiento de mis dos hijos mayores Julieta y Emilio, que aún les tocó el error de la “P”.

Fue en el barrio de San Juan del pueblo de Huaniqueo, donde nací un 5 de noviembre de 1959 y allí pasé, la fundamental primera parte de mi vida sin ver televisión y escuchando las radionovelas. No fui al Párvulo porque, el primer día de clases, quizás por miedo de ver a la maestra que vestía de negro, salté por la ventana y me fui al negocio de mi padre que estaba en la plaza del pueblo. Él cuando me vio allí parado en la puerta y sin saber qué decir, me preguntó:

–¿Siempre no hubo clase?

–No, no hubo–mentí.

–Quédate aquí conmigo –me dijo con la ternura que siempre vi en mi padre– y sirve que me ayudas a vender el periódico. Puedes ir a llevarlo tú solo a las tiendas de la plaza.

Y así fue. Llevé el periódico a tres de los doce lugares de entrega que mi padre tenía concertados para los trece ejemplares que llegaban al pueblo. Me sentí útil y grande, porque los compradores, además de sorprenderse por tan pequeño voceador, me pagaron por el ejemplar con mucho gusto y no faltó el elogio, por ser tan pequeño. No recuerdo la cantidad de la recompensa que más tarde mi padre me dio, pero conservo aquel momento como un encuentro con mi padre, el primero de su larga, muy larga amistad paterna que tuvimos. Y así, como tuvo la augusta comprensión por haberme escapado del Párvulo, del mismo modo –años más tarde–, comprendió mi decisión de ser escritor. Mi madre, no estuvo de acuerdo ni con una, ni con la otra decisión, pero ambas fueron cumplidas. Con el tiempo mi madre aceptó mi oficio, pese a que “me moriría de hambre” y lo decía con lástima. Su control por la disciplina y por las normas de cómo debía ser la vida, nunca lo abandonó. Siempre que me despedí de ella, me aconsejaba llevar suéter y que me “recogiera temprano”. Nunca olvido una llamada que le hice de Londres. Antes de colgar, me dijo: “Recógete temprano y no andes demás en la calle”.

Aquel día cuando fui un fugitivo del Párvulo y volvíamos a casa a la hora de la comida, yo caminaba feliz de la mano de mi padre y recuerdo la facilidad y la sencillez, con la que defendió ante mi madre, la decisión de que ese año yo no fuera a la escuela.

–Que se espere un año más – dijo categórico –son muchos los que va a tener que ir.

Y así fue. Ese año, aunque no fue como esperaba, ciertas mañanas acompañaba a mi padre a su negocio donde se vendía fruta y otros enseres, pero sobre todo, vendía y rentaba revistas (cuentos les llamábamos) y allí llegaba el periódico de Morelia (La Voz de Michoacán) todos los días para su distribución en el pueblo.

Poco a poco, comencé a venderlo de manera esporádica, porque el titular, era mi hermano Polo, cuatro años mayor que yo. Cuando fui a la primaria y me quedé con la titularidad de la entrega del periódico, me sentí afortunado. Era yo –como lo fue mi hermano–, el único niño que entraba al billar, sitio donde había hombres de pistola que jugaban baraja y apostaban. Hasta allá llevaba el diario, hasta aquel cuartucho oscuro, al que se llegaba saliendo al patio y subiendo una estrecha escalera. Muchas veces acepté prestarle el periódico a alguno de los jugadores para permanecer un rato más mirando el juego de los hombres mayores.

Durante todos los días de mi escuela primaria, caminé un kilometro para ir y otro de vuelta, para asistir a clases y por supuesto, caminábamos solos rumbo a la escuela y solos íbamos de regreso, además de haber caminado en la entrega del periódico que significaba para mí, recorrer el pueblo.

Caminar me ayudó a pensar y a imaginar, estoy seguro.

(CONTINUARÁ)

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