La Quinta Columna

Por: Mario Alberto Mejía / @QuintaMam

 

El sexenio de Mario Marín acabó el día en que el efecto Lydia Cacho cayó como una bola de fuego en los jardines de Casa Puebla.

Ese día descubrimos azorados que el poder de un gobernador es tan frágil como las cerezas guardadas en el refrigerador en un verso de William Carlos Williams.

De un solo golpe se vino abajo todo lo que se había construido en doce meses y medio:

Una red de corrupción que abarcaba empresarios y periodistas adictos, un edificio de simulaciones, una mafia que todo decidía, un burlesque perenne del alma marinista y un proyecto presidencial en el que cabía un Benito Juárez de la mixteca poblana tocando la flauta para deleite de los borreguitos laicos y liberales.

Margarita, la Diosa de la Cumbia, era nuestro Mozart cotidiano.

(Hasta la Sinfónica de Puebla tenía que acompañarla en sus conciertos).

El cantante Joan Sebastian fue nuestro Chopin recurrente en las comilonas de Casa Puebla.

¿Y qué decir de los indicadores en los temas de salud, infraestructura, educación?

Andábamos en los lugares 28 y 29 en el país.

Nuestros estudiantes de primaria estaban en los lugares 23 y 24 en español y en matemáticas.

(Hoy están en los primeros sitios)

El turismo y la seguridad pública estaban en la calle.

Y no había proyectos ni programas para combatir la desigualdad social.

En la Puebla de Marín, sin embargo, apareció un fenómeno interesante que no sé si esté registrado en los censos económicos de la época:

Los periodistas diversificaron sus actividades.

Sin descuidar el duro oficio de defender al gobernador en sus columnas y sus programas de radio y televisión, unos se volvieron constructores, otros hicieron lentes para la SEP —y para los niños con problemas de visión—, y otros más incursionaron en la maquila de materiales para construcción.

También eran comunes los regalos sorpresa en formas de Audis, Suburbans y Mercedes.

Algunos periodistas nacionales tuvieron en Marín un estupendo refaccionador económico.

Mes con mes llegaban generosas maletas a sus oficinas.

Ésa era la Puebla que enfrentaron en su momento los denominados morenovallistas, entre los que venía nuestro autor, Marcelo García Almaguer.

Frente a la caducidad de esas formas políticas que confundían lo grandote con lo grandioso, nuestros personajes articularon una narrativa novedosa que consistía en enfrentar al marinismo como se enfrenta a los tiranos.

A esto hay que sumarle la comunicación política articulada por Marcelo para traducir el mensaje.

Hay que decir que desde entonces sus audaces estrategias han contribuido a ganar elecciones.

Una y otra vez sorprende a sus adversarios.

Es inútil.

No entienden.

Todos los días lo descalifican con basura en las redes sociales.

Lo hacen, faltaba menos, desde su frustración continua.

Marcelo fue el primero en Puebla en entender la dinámica y la fuerza de las redes.

El resultado de su aventura viral es como el del tigre de Borges:

“El verdadero, el de caliente sangre, / el que diezma la tribu de los búfalos”.

Ante esta embestida, la Puebla levítica opuso resistencias al principio pero al final se empezó a mover.

Los bloques helados del marinismo cayeron como una canción de Joan Sebastian.

(Perdone el hipócrita lector la culterana cita).

Nuestro burlesque sentimental se desvaneció como el Tívoli en los tiempos de Uruchurtu.

Los índices empezaron a cambiar.

Termino con un fragmento que refleja muy bien el ánimo que tenía Marín durante los días aciagos que siguieron a la publicación de su célebre conversación telefónica con el empresario Kamel Nacif:

En las mañanas salía a algún pueblo, encabezaba uno o dos actos y regresaba a la residencia oficial. La prensa no acudía. Los adictos al marinismo recibían boletines y dinero. Los criticos, hostigamientos. Marín bloqueaba la agenda a la hora de la comida. Los invitados eran unos cuantos. No más de tres. Con ellos bebía y mataba la tarde. El rencor vivo aparecía en las conversaciones. Un odio visible crecía en los ojos. “Me quieren destruir porque no soy como ellos ––decía––. Me quieren humillar. Lo que hice no es un pecado. Hablo como hablan todos los mexicanos. Pero van por mí porque me detestan. Son racistas y clasistas. No toleran que un hombre como yo venga de menos a más. Desprecian mis orígenes pobres y campesinos. No me quieren dar derechos”.

En esas reflexiones en voz alta, humedecidas por el tequila y la champaña, aparecían algunos personajes: Loret de Mola, Roberto Madrazo, Felipe Calderón. Al primero no le perdonaba la humillación pública que significó la entrevista televisiva que le dio. “Me quiso humillar desde el momento en que me hizo sentar en una silla alta. Mis pies estaban colgando. Eso me dio inseguridad. Luego me molió a preguntas. Me quería humillar con esa actitud del periodista crítico que se enfrentaba a un criminal. No maté a nadie. ¿Por qué me tratan así?”, decía inevitablemente al finalizar la jornada alcohólica. A Madrazo no le perdonaba su aparente apoyo. “En el fondo quiere tirarme. Mis fuentes me dicen que Madrazo es un traidor. Quiso vender mi cabeza en Los Pinos. Que se joda en las elecciones. No voy a mover un dedo en su favor”. A Calderón lo detestaba por ser panista y por hacer declaraciones en su contra.

Éste es el contexto en el que nació el libro de Marcelo García Almaguer.

Éste fue, sin duda, su caldo de cultivo.

(Texto leído en la FIL de Guadalajara durante la presentación del libro Crisis Viral, de Marcelo García Almaguer).

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