La Quinta Columna

Por: Mario Alberto Mejía / @QuintaMam 

Fiel a su costumbre, Miguel Ángel Osorio Chong se levantó a las 10 de la mañana.

Como siempre, había salido del Palacio de Cobián a las 3:15 de la madrugada y había llegado a su casa de las Lomas de Chapultepec casi a las 4.

Iba camino a su oficina cuando sonó el celular —encriptado por técnicos finlandeses— por el que sólo se comunicaba el presidente Peña Nieto.

—Urge que te vengas a Los Pinos.

—En este momento, señor presidente. ¿Pasa algo malo?

—Aquí te cuento.

Llegó a la residencia oficial media hora después.

El presidente lo esperaba en el Salón Adolfo López Mateos.

Estaba en mangas de camisa y con la corbata roja desanudada.

El secretario se quitó el saco e hizo lo mismo.

Peña le dio un saludo rápido y le mostró un documento que revisaba con Erwin Lino.

—Es una encuesta hecha por el gobierno estadunidense. La embajadora Roberta Jacobson me la trajo muy temprano. Hablé con Trump por teléfono.

El documento mostraba que López Obrador aventajaba a Osorio Chong por cinco puntos y al Frente Ciudadano, sin candidato, por casi diez.

—Siéntate, secretario. Déjanos solos, Erwin —ordenó resoplando.

Osorio no atinaba qué pensar.

—Sabes que no eres mi candidato. Te aprecio mucho. Todo este tiempo te he dado pruebas de mi confianza.

—Lo sé, presidente, y es recíproco.

—Voy al grano. El presidente Trump me dijo que si quiero firmar el Tratado de Libre Comercio el candidato de nuestro partido debes ser tú. ¿Quién es tu contacto con Trump?

—No, señor presidente, para nada. Sabes bien que no tengo contacto ni con el presidente Trump ni con nadie de su Gabinete.

—¿Entonces de dónde saca que tú debes ser el candidato?

—Soy el primer sorprendido, señor. Ni siquiera hablo inglés.

—Estamos en aprietos, secretario. Trump se puso muy necio en ese tema. No me deja opciones.

—Dime qué hacemos, presidente.

—No sé. Ya cité a Videgaray, a Meade, a Nuño, a Narro y al general Cienfuegos.

—Yo haré lo que tú me digas, presidente. Mi lealtad ante todo.

 

*

 

Peña Nieto le dijo a Osorio Chong que no se fuera, que lo esperara en su privado, que iba a hablar con los otros secretarios antes de tomar una decisión.

Lo miró con cierto recelo cuando dijo estas palabras, como si desde Bucareli le hubieran arrebatado algo.

Osorio fue conducido por Erwin Lino.

Nadie decía nada.

Sólo se escuchaba el sonido de los zapatos italianos contra el piso de mármol.

Lino le ofreció café.

“No, gracias”, respondió Osorio.

Se quedó solo.

Escuchaba su respiración.

Se tocó el pulso.

Estaba más alterado que cuando le dijeron que el Chapo Guzmán se había escapado.

 

*

 

El presidente entró al privado.

Lo miró sin decir palabra.

Se sentó detrás del escritorio.

Osorio se cambió de silla.

Peña Nieto respiró profundo.

Por fin habló.

Le dijo que había vuelto a hablar con el presidente Trump y que éste había sido más enfático que la primera vez, que no quería cambiar de opinión, que estaba obsesionado —así se lo dijo— con su postura.

Osorio Chong no parpadeaba para no perder detalle.

Le quedó claro que el presidente seguía contrariado.

—Ya hablé con tus compañeros secretarios. Ya te imaginarás las reacciones. No todos vinieron. Pepe Meade y Narro se conectaron porque andaban de gira… Nadie te quiere, Miguel Ángel.

—Ignoro las razones, presidente.

—¡No! Sí las sabes. ¡Claro que las sabes! Aquí el problema es que tengo que tomar una decisión a contrapelo. Me rompiste los tiempos, secretario.

—Señor, no tengo nada que ver en eso. No conozco a nadie del entorno del presidente Trump. Pero pongo mi lealtad por delante. Renunciaré a mi cargo y me iré a mi casa, presidente.

Peña Nieto lo vio con una mirada cargada de ambivalencia. Mitad odio, mitad aprecio.

—Ése no es el camino, Miguel Ángel. Sólo te pido que no te vayas a poner en mi contra cuando seas candidato y luego presidente.

—Jamás lo haría, presidente.

—Llámame Enrique. Así lo has hecho desde que éramos gobernadores.

—Eres mi amigo, Enrique. Jamás te traicionaría.

—También te pido que seas generoso con Videgaray, con Meade y con Nuño. Narro y Cienfuegos ya sabrán qué hacer. Pero a mi gente no la toques, Miguel Ángel.

—Así será, Enrique.

—Ya le dije a Pepe Meade que se prepare para irse al Banco de México en lugar de Carstens. Videgaray me presentó su renuncia. Por supuesto que no se la acepté.

—Muy bien, señor.

—¿A quién quieres en el PRI? Con Ochoa Reza te llevas de la chingada.

—Me gustaría Claudia Ruiz Massieu.

—Ok. Que suba. Prepara tu salida de Gobernación para que el partido te destape en los tiempos que marca la ley.

—Sí, presidente. Muchas gracias.

—Llámame Enrique, Miguel Ángel. Enrique.

 

*

Apenas llegó a Gobernación, llamó a Jorge Márquez, su Oficial Mayor.

En media hora le hizo la crónica puntual de su visita a Los Pinos.

Márquez lo abrazó y convocó a Rosario Robles y a otros funcionarios que se la habían jugado por él desde el principio.

Toda la tarde fue de acuerdos y abrazos.

Abrazos discretos, para no herir al inquilino de Los Pinos.

“Muerto el perro se acabó la rabia, mi candidato”, le dijo entre susurros la titular de la SEDATU.

Caía la noche cuando el secretario se llevó a Márquez a comer unos tacos a San Cosme.

Los taqueros lo reconocieron cuando bajó de la Suburban negra.

—¿Cuántos le preparo de cachete, licenciado? ¿Los de siempre?

 

*

 

Llegó a la casa cuando Laura, su mujer, dormía.

No la quiso despertar.

Salió al jardín y se sentó en una banca.

Pensó en el abuelo chino cantonés que un día regresó a su patria y dejó a la abuela sola.

Pensó en las carencias de la infancia: su padre, ligado al sindicato del IMSS, ganaba lo suficiente para mantener a la familia.

Pensó en sus hermanos mayores —Eduardo y Luis— trabajando como intendentes para ayudar en los gastos familiares.

Se vio iniciando en la política gracias a un protector que terminó en estado de coma.

Recordó sus encuentros terribles con los estudiantes de la Normal “El Mexe”.

Lanzó un suspiro largo cuando se puso de pie y revivió el diálogo ríspido con el presidente.

No tenía sueño.

Estaba entero.

No quería dormirse y despertar sabiendo que todo, hasta la mirada rencorosa de su amigo Enrique, era parte de un sueño.

Un intransitable y generoso sueño.

Se preparó un café.

El primero del día.

Y por fin dejó escapar una sonrisa.

El niño pobre del Gabinete se había comido a todos los juniors y yuppies de la comarca.

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