La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

 

Hace poco caminé por las callejuelas de la Zona Rosa y pensé: “este es el sitio perfecto para un alma que rehúye de la censura y la inhibición”.

Y es que no es lo mismo pasear por una avenida o un centro comercial de Puebla, que ir precisamente a una de las zonas más “cool” de la capital, donde por cada bar que existe hay dos o tres tiendas fantásticas que ofertan juguetes sexuales de todo tipo.

Para alguien que vive en la capital mundial de la hipocresía y la doble moral, visitar la Zona Rosa es una bocanada de aire fresco.

Mientras andaba por ahí entré a varias Sex Shops. Miré los productos. Descolgué dos o tres cajas que contenían artefactos ultramodernos para hacer del sexo una experiencia extrasensorial. ¡Qué maravilla encontrarse con todos esos divertimentos! Pero aún más alucinante es ver a la gente que entra y sale. Algunos van solos. Otros en pareja.

También están los chavos que pasan por la caja y piden una especie de ficha para luego ser conducidos a un pasadizo secreto que desemboca, supongo, en cuartos oscuros o en cabinas donde reciben las bondades de algún profesional del jaleo.

¿Tocaderos?

Me detuve frente a la estantería de la lencería que va de lo cursi a lo perverso.

Bonitos neglillés de encaje, medias con estampados, medias con agujero en la entrepierna, medias de red, ligueros, antifaces, trajecitos de enfermera y de policía cachonda… Todo un surtido rico para darle vuelo a la putería.

Luego pasé a observar los artículos para los adictos al sado: látigos, máscaras con picos, collares de sumisión, cinturones con  estoperoles y dos falos plásticos.

Pensé que lo que me gustaría llevar de entre ese menú erótico sería, sin duda, el collar de sumisión. Supongo que debe ser excitante que tu pareja te jalonee del cuello desde una cinta de cuero con una argolla a la que aferre los dedos… o la correa de un perro.

Regresé a la estantería de vestidillos, disfraces, leggins y guantes de látex, y fue inevitable imaginar qué es lo que pasa con muchas mujeres después de varios años de relación con su pareja.

¿A dónde va a parara la sensualidad? Las ganas de representar un personaje que encienda las pasiones del otro.

Cuando una mujer se casa, en las famosas despedidas de soltera las amigas más cercanas suelen regalarle todo tipo de chucherías para quitarle lo convencional a la relación sexual. Te regalan baby dolls, botines, medias, calzones con agujero, ligueros… hasta dildos eléctricos.

No sé si sea una regla general, pero en mis investigaciones de campo he sacado como conclusión que el uso de la lencería de fantasía tiene un plazo muy corto de caducidad. Y no es porque la mujer sea quien abandone la coquetería voluntariamente.

La fantasía de representar un papel ajeno existe en más parejas de la que lo confiesan. Hay una costumbre poco confesa que se tiene en la intimidad: la del zapping, es decir, de crearse mentalmente escenas en donde se cambia de pareja… como cambiar un canal en la tele.

En estos eventos es cuando la ropa sexy y los zapatos de teibolera surten un efecto mucho más contundente…

¿Pero qué nos orilla a abandonar estas prácticas lúdicas?

La respuesta más atinada que he encontrado es la siguiente:

Para el momento en el que la amante o la novia pasa a ocupa el lugar de “señora de la casa” y de “madre de familia”, el hombre inconscientemente se crea una imagen divina de su mujer. Sacraliza sus funciones domésticas a tal grado que le es difícil  profanar a ese ente sagrado. Ya ni decir que se pueda volver a coger en la mesa de la cocina…

El patriarcado se impone hasta en la cama, dando como consecuencia relaciones flojas y mecanizadas en donde el cuerpo de una esposa no debe consentir mayores ultrajes que el necesario para procrear y para que el macho “descargue” sus saldos de testosterona, lo que convierte al acto amoroso en un trámite casi burocrático.

Es cuando la feminidad se ve inhibida. Las mujeres que en el pasado solían ser verdaderas vampiresas, se transfiguran en beatas amargadas y anticlimáticas.

Los neglillés, los collares de sumisión, los aceites térmicos y los lubricantes de sabores se ven desplazados por nuevas prendas y accesorios que podrían congelar al mismísimo desierto del Sahara.

He oído cientos de casos en los que, por un acto de supervivencia conyugal, los bonitos minivestidos de Leg Avenue van a dar al bazar más cercano para ser rematados. Una quema de brujas posmoderna.

En vez de eso, entran a escena las terroríficas playeras Rinbros con huellas de chile guajillo que las señoras heredan de sus propios cónyuges.

A esto es lo que yo llamo una verdadera perversión.

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