Incógnita. ¿Fue Jenkins el mayor beneficiado del plagio? La investigadora Teresa Bonilla Fernández responde que “previo y posterior a su secuestro, Jenkins cultivó relaciones que lo llevaron a la cima del poder económico y político”

Por: Mario Galeana

Era de noche y en La Corona sólo había silencio.

Como cada domingo, en la fábrica textil permanecían un velador, un par de ayudantes y la cuarentona pareja estadunidense propietaria del lugar; el resto de los 300 obreros tuvo el día libre.

Sin embargo, ese 19 de octubre de 1919 distó de parecerse a cualquier otro domingo.

Un grupo de rebeldes opositores al gobierno de Venustiano Carranza entró a la fábrica ubicada en la calle 8 Poniente y secuestró al que años más tarde se convirtió en el hombre más rico y poderoso de México: William Oscar Jenkins Biddle.

Más allá de los 300 mil pesos que establecieron para su liberación, lo que los plagiarios querían realmente era mostrarle al mundo que el presidente era incapaz de mantener al país en calma.

Y lo lograron.

Durante meses las relaciones entre Estados Unidos y México se tambalearon de tal forma que el país vecino del norte estuvo a punto de invadir la República por el plagio del entonces vicecónsul, a quien el gobierno mexicano acusó de fingir el secuestro, en complicidad con políticos y empresarios estadunidenses.

Desde entonces se han escrito novelas, libros de investigación, tesis, artículos y memorias que aportan pruebas tanto a la versión del secuestro como a la del autosecuestro.

Lo único de lo que no hay duda es que, después de aquel domingo, Jenkins escaló la cima del poder político y económico en México.

Pero nada impidió que su corazón dejara de latir a los 85 años, sin que volviera a hacer una declaración pública sobre lo que entonces era un mito: su secuestro.

El sueño americano que inició en Puebla

Hay quienes dicen que salió de su país huyendo de la muerte. Otros sostienen que vino a México con la única convicción de hacerse inmensamente rico.

Lo cierto es que el joven William O. Jenkins cruzó la frontera en 1901. Llegó a Monterrey, Nuevo León; y aunque tenía una formación universitaria en ingeniería, el joven de 23 años aceptó un trabajo como mecánico ferrocarrilero, labor por la que sólo recibía un salario de 50 centavos diarios.

En Los barones de la Banca, artículo publicado en la revista Nexos (1 de noviembre de 1982) el periodista Miguel Ángel Granados Chapa sostiene que el muchacho estadunidense (William Jenkins) de frente amplia y orejas puntiagudas salió de Estados Unidos porque “vendió a un hampón una mina que en vez de metales contenía sólo alimañas”.

Sin duda. Para la investigadora de la BUAP, Jenkins llegó al país "con el firme propósito de hacerse rico"
Sin duda. Para la investigadora de la BUAP, Jenkins llegó al país “con el firme propósito de hacerse rico”

La investigadora María Teresa Bonilla Fernández, por su parte, apunta que Jenkins llegó al país “con el firme propósito de hacerse rico”. Cuatro años más tarde, Jenkins y su joven mujer, Mary Street, se mudaron a la ciudad de Puebla, donde más tarde construyeron su emporio empresarial.

Sobre este viaje, Jenkins narra que llegó a la capital del estado con 13 mil pesos, la suma de todos sus ahorros durante su trabajo como asalariado en el norte del país.

Pero Bonilla Fernández, autora de una profunda investigación sobre la vida y secuestro de Jenkins, pone en duda su versión, estima “los cuatro años de salario suman un total de 730.50 pesos, 5.62% del monto que manifestó haber ahorrado”.

El incierto origen de esos 13 mil pesos que Jenkins reportó al fisco de su país, según el historiador David G. LaFrance, pudo tener origen en el dinero de Mary Street, quien obtuvo una herencia de 10 mil pesos.

Un año después de haber llegado a la capital, el joven nacido en Shel-byville (Tennesse) obtuvo un préstamo de un grupo misionero, con el que inició un negocio ambulante de mercería y ropa para caballero, según lo señala la revista Time, en el artículo “Conozca al señor Jenkins” (Meet Mr. Jenkins, publicado el 26 de diciembre de 1960).

En 1907, según el investigador, el estadunidense montó de manera independiente la fábrica textil La Corona.

El destino del que podría ser calificado como el “primer Carlos Slim” en la historia de nuestro país había iniciado.

La noche en La Corona

Ahora, nadie en las calles 8 Poniente y 13 Sur del Centro de Puebla recuerda que ahí mismo, hace 94 años, el hombre más rico y poderoso del país fue secuestrado.

Ni boleros, comerciantes, voceadores, estudiantes o amas de casa.

Nadie lo recuerda hoy en día.

La noche del 19 de octubre de 1919 un grupo de rebeldes entró a la fábrica textil La Corona y se llevó consigo alrededor de 50 mil pesos y al vicecónsul en Puebla, el señor William Jenkins.

Sin placas conmemorativas ni el vago recuerdo de algún vecino, la ubicación de La Corona sólo puede ser corroborada a través de Las calles de Puebla, del historiador alemán Hugo Leicht (1934, Comisión de Promoción Cultural del Gobierno del Estado de Puebla), quien ubica a la fábrica en la calle Pensador Mexicano, hoy la 8 Poniente, entre 13 y 15 Sur.

La Corona era el lugar de trabajo de 300 obreros que tenían como patrón al señor Jenkins, quien previamente, en 1912, había despedido a todos los trabajadores de la fábrica por pronunciarse en huelga.

Los reemplazó por obreros traídos de Guadalajara –según LaFrance (Historia Mexicana, 2004, p. 911-957, El Colegio de México, AC) en La revisión del caso Jenkins–, como quien se sacude una simple pelusa de la ropa.

Desde 1910, Jenkins “prácticamente controlaba el mercado de calcetería de precio económico en todo el país” gracias a La Corona, presume él mismo en una carta escrita al recaudador de impuestos de Estados Unidos en 1939.

“Como traje una máquina automática para tejido, y en aquel entonces en el país sólo existían máquinas de tejido manuales –explica–, pronto pude incrementar mi negocio de la manera más extraordinaria. Aumenté la capacidad de la fábrica, agregué una fábrica de hilados para así hacer mis propios hilados, y establecí otras fábricas en la ciudad de México y Querétaro”.

En la misma carta, Jenkins asevera que para 1917 “poseía una fortuna mayor de 10 millones de pesos completamente libres”.

El engrosamiento de las arcas del vicecónsul de los Estados Unidos se explica, también, por sus actividades como usurero.

Durante la crisis de 1913 Jenkins fungió como prestamista de hacendados del sur del estado que, ante la nula recuperación económica, vieron traspasadas grandes áreas y propiedades a las manos del empresario estadunidense.

Foto: Archivo Agencia Esimagen
Homenaje. La Capilla del Arte de la Udlap, ubicada en las antiguas oficinas de la Fundación Mary Street Jenkins | Archivo EsImagen

Entre ellas el ingenio de Atencingo, cuya productividad lo mantiene al día de hoy como uno de los más importantes del país, ya que, en conjunto con el ingenio de San Cristóbal (Veracruz), produce 8.3% de la azúcar, según datos de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP).

Foto: Archivo Agencia EsImagen
Foto: Archivo Agencia EsImagen

Aquella noche de domingo en La Corona los rebeldes habían secuestrado más que a un estadunidense millonario. Sus actividades como vicecónsul, puesto al que accedió “tardíamente en 1918”, según LaFrance, incluían que Jenkins enviara informes puntuales sobre la situación económica y política del país y el estado.

Por eso, antes de marcharse con su esposo, los zapatistas –encabezados por el general Federico Córdova– le dijeron a Mary Street que la causa del secuestro era la Revolución Mexicana.

También establecía que su libertad, valuada en 300 mil pesos, tenía que ser pagada exclusivamente por el gobierno de México.

Jenkins y sus nexos con los rebeldes

Previo al secuestro, La Corona había sido pisada por rebeldes. En 1914, narra el novelista Rafael Ruiz Harrell y diversos historiadores, más de 24 carrancistas fueron abatidos por zapatistas en las afueras de la fábrica textil.

Los pocos sobrevivientes aseguraron que una ametralladora instalada en el techo de la factoría de William O. Jenkins fue decisiva para que los zapatistas se colgaran una nueva victoria al hombro.

La lucha entre el ejército constitucionalista de Carranza y las fuerzas de Zapata se debió a que estos últimos exigían la restitución de las tierras comunales indígenas que les habían sido arrebatadas desde 1856, tras la promulgación de la ley Lerdo, que permitía la adjudicación directa de las mismas a particulares.

A Jenkins se le culpó de la matanza de carrancistas y, de no ser por la intervención de otros cónsules, quizá pudo haber sido asesinado.

4Según Bonilla Fernández, autora de El secuestro del poder. El caso William O. Jenkins (2004, Dirección de Fomento Editorial BUAP), desde aquel entonces el estadunidense “entabló relaciones con hacendados de la región sur de Puebla y Morelos, como Emilio Bonilla Huerta, cuya familia es conocida porque proveía a los rebeldes de provisiones en sus haciendas”.

El historiador LaFrance apunta que el vicecónsul pagaba 75 pesos al mes al zapatista Juan Ubera por protección, además de que el estadunidense “mantuvo contactos, por lo menos esporádicos, con otro oficial zapatista de alto rango, Gildardo Magaña, durante la segunda mitad de la década”.

Lo anterior fue suficiente para que el gobierno de Carranza desestimara la versión del secuestro y optara, más bien, por un complot creado entre políticos y empresarios de Estados Unidos con rebeldes mexicanos.

Sobre todo, la postura del gobierno de México se debió a un reportaje de Miguel Gil, jefe de información del periódico La Tribuna –publicación ligada al entonces gobernador poblano Alfonso Cabrera y, por tanto, a Carranza–, quien descubrió que el hombre “de sonrisa tenue y ojos claros y fríos”, como lo describe Ruiz Harrell, había salido por su propia voluntad de Puebla para fingir su secuestro.

3Durante su secuestro, Jenkins escribió cartas a su esposa Mary Street. Una de ellas es clave para quienes acusan a William Oscar de planear su plagio: “Queremos que se entienda claramente que fue un grupo de revolucionarios el que entró a Puebla y me secuestró, no una banda de apaches. Quiero que el gobierno sea el responsable, y esto sólo puede lograrse si el motivo es revolucionario, así que no olvides dejar esto muy claro”, escribió el lunes 20 de octubre de 1919.

Una segunda carta, fechada un día después de la primera, Jenkins escribe: “Los periódicos de Puebla dicen que me secuestró un grupo de bandidos, sería mejor decir que son revolucionarios o rebeldes para que la responsabilidad del gobierno mexicano sea mayor”.

 

Las fricciones entre Estados Unidos y México

Los rebeldes lograron su cometido: las relaciones entre México y Estados Unidos no podían ser más ríspidas. Mientras el presidente Woodrow Wilson luchaba contra una embolia que lo mantenía en cama, el secretario de Estado Richard Lansing iniciaba una agresiva política contra el país, que tenía como justificación el secuestro de Jenkins.

El 25 de octubre, el senador estadunidense Myers presentó un punto de acuerdo para que las fuerzas armadas del vecino país intervinieran en México.

Pero un día más tarde, el abogado de Jenkins, Eduardo Mestre Ghigliazza, pagó los 300 mil pesos del rescate luego de una colecta entre los socios del vicecónsul.

El escritor Ruiz Harrel sostiene que los rebeldes aceptaron el pago porque la salud del empresario mermaba. Al ser entregado en la planta eléctrica La Carmelita, de la fábrica El Mayorazgo, Jenkins manifestaba reumatismo y fue internado en el hospital Latinoamericano, auspiciado por él mismo y cuya atención se restringía únicamente a personas de su religión, es decir, protestantes, de acuerdo con el historiador Enrique Cordero y Torres, en Historia compendiada del estado de Puebla (1965, Grupo Literario “Bohemia Poblana”).
Fue hasta el 31 de octubre cuando Jenkins rindió su declaración ante los tribunales de justicia poblanos, pero no acusó a ninguno de sus captores. En cambio, William Oscar fue sujeto a un proceso judicial que le valió una fugaz estadía de menos de siete días en la cárcel.

Pero el 14 de noviembre, el juez González Franco dictó un nuevo auto de formal prisión al estadunidense por desacato al tribunal y falsedad en juicio, de acuerdo con documentos de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), y el vicecónsul regresó a la penitenciaría del estado,

Ruiz Harrell asegura que Jenkins quería permanecer en la cárcel porque así Estados Unidos podía mantener presión sobre el gobierno de Carranza, que ya se encontraba debilitado.

Pero William O. Jenkins no era un preso cualquiera: “Tenía teléfono, escritorio y todos los días le llevaban comida del restaurante París”, apunta el escritor.

Casi a un mes de ingresar a la cárcel, Jenkins salió porque un comerciante de bandas y correas estadunidense, James Salter Hannsen, pagó la fianza de mil pesos del vicecónsul.

Las relaciones entre Estados Unidos y México se tornaron menos ásperas, porque la salud de Woodrow Wilson mejoró y éste no era partidario de una nueva confrontación con México. Como prueba, el 13 de febrero de 1920 Wilson despidió a Lansing como secretario de Estado, y éste nunca volvió a ocupar un cargo gubernamental.

Sin embargo, un mes más tarde, Carranza murió a manos del que fue su más grande jefe militar: Álvaro Obregón.

Los jefes mandatarios obregonistas, ahora en el poder, mantenían buena relación con Jenkins, y el 29 de mayo el Tribunal Superior de Justicia de Puebla lo declaró inocente de cualquier falso testimonio: a los ojos del gobierno mexicano, el secuestro del hombre más rico y poderoso del país fue real.

El poder de Jenkins

Secuestro o autosecuestro, los autores que escudriñaron el caso Jenkins coinciden en la personalidad del estadunidense: era ambicioso, inteligente, trabajador, influyente y pragmático.

A decir de Bonilla Huerta, Jenkins “se desempeñaba como un agudo analista de los caracteres y motivos personales. En poco tiempo intuía cuáles eran los intereses, las posibilidades, enterezas y debilidades de sus conocidos, a quienes escogía para cada una de las acciones que requería: protegidos, socios, cómplices, influencias políticas y enemigos, todo con el primordial objetivo de hacer dinero”.

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Algunos historiadores sostienen que su fortuna resultó, quizá, incalculable, dado que en muchos de sus negocios y compras utilizó a sus familiares y amigos como prestanombres, como es el caso de su cuñado Donald Street, sus socios Gabriel Alarcón, Manuel Cabañas Pavía, Federico J. Miller y Manuel Espinosa Yglesias, uno de los banqueros más cercanos a su figura y quien heredó el control de la Fundación Mary Street Jenkins, creada en 1954 con un capital original de 60 millones de dólares.

10Espinosa Yglesias escribió sobre William Jenkins y lo describió como un hombre “austero y de gasto personal reducido”.

“Yo creo que nunca tuvo más de dos o tres trajes que usó por muchos años. Me acuerdo que iba siempre con un sombrero negro que nunca cambió; en su guardarropa nunca vi más de tres pares de zapatos, que le duraban mucho tiempo”, señaló el banquero que heredó el imperio del empresario estadunidense, en la introducción del libro Fundación Mary Street Jenkins (1988, Beatrice Trueblood).

En 1927, con la llegada del gobernador Bravo Izquierdo, Jenkins accedió a la primera Junta de Mejoramiento y Pavimentación, la cual definía las obras a realizar.

Para la década de 1930, también fue beneficiado de su relación con el gobernador Maximino Ávila Camacho: las autoridades de procuración y justicia no investigaron –apunta Granados Chapa– la muerte de funcionarios agrarios, líderes campesinos y obreros, opositores a Jenkins.

Al empresario y a su grupo de amigos políticos, líderes sindicales y empresarios, que cosechó durante los años siguientes, se le atribuye –según Ronfeldt– la muerte de alrededor de 50 periodistas, líderes campesinos, obreros, empresariosy abogados.

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El secuestro y el olvido

¿Fue Jenkins el mayor beneficiado de su secuestro?

La investigadora Teresa Bonilla Fernández responde que, al menos económicamente, sí.

Y agrega: “Previo y posterior a su secuestro, Jenkins cultivó relaciones que lo llevaron a la cima del poder económico y político, como su amistad con el gobernador Ávila Camacho”.

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Historiadores también concluyen en que el multimillonario ideó la Fundación Mary Street Jenkins para limpiar su imagen.

Aunque también para “disminuir de manera formidable el pago de impuestos”, un “mecanismo muy usual en los Estados Unidos”, escribe Granados Chapa sobre la fundación que, para 1963, “alcanzaba ya 500 millones (de pesos)”.

Bonilla Fernández sostiene que el caso Jenkins ejemplifica las relaciones de poder que prevalecen hoy en día:

“Puedo asegurar que el mayor perjudicado del caso fue el pueblo de México. Porque las relaciones de poder desde entonces están así. El poder no lo tiene el presidente de la república, sino un grupo de empresarios detrás de la palestra.

“Él marcó un inicio: fue promotor de la corrupción, de la entrega del poder político al poder económico. Quienes han controlado México desde entonces han sido empresarios”, asevera en entrevista.

Autosecuestro o no, el hecho acontecido en 1919 fue algo que Jenkins quiso olvidar.

En la carta enviada al fisco de Estados Unidos en 1939, el vicecónsul no hace mención alguna sobre su secuestro. Nada.

Y 44 años después de aquella noche de domingo en la fábrica La Corona, la muerte secuestró, para siempre, al hombre más poderoso del país.

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