La Quinta Columna 
Por: Mario Alberto Mejía / @QuintaMam

He aquí lo que Miguel Barbosa, José Juan Espinosa, Gabriel Biestro, Héctor Alonso Granados y Misraim Hernández —nuestro Jack el Despanzurrador— esperan hallar en el recuento de votos de la elección poblana:

Tres mapaches, una mano sangrante, un cuchillo, medio kilo de barbacoa, un topo, un liguero, dos Crème Brûlée, ocho sopes, un mole de cadera, seis consejeros electorales, un magistrado presidente, un autógrafo de López Obrador, un marranito de rancho, un marranito de ciudad, cinco tacos de cabeza, la mano de Obregón, el doble de Mario Aburto, un disco de Monna Bell, un bucle de Cuauhtémoc Cárdenas niño, los guantes blancos de Benito Juárez, el bigote de Madero, el sombrero de Lázaro Cárdenas, los lentes de Heberto Castillo, las llaves de Palacio Nacional, tres chivos flacos, dos docenas de huevos y las huellas de hombre de Neanderthal.

 

 

Iturbide, el Reaccionario

Hace unos días presenté la novela Iturbide, de Pedro J. Fernández, en la Casa de la Cultura de Puebla.

Dejo al hipócrita lector un fragmento de lo ahí leído.

Hay varias formas de novelar la historia.

Jorge Ibargüengoitia relató la guerra de Independencia con una ironía brutal que deja al desnudo a los héroes patrios en Los Pasos de López.

Al ridiculizarlos, los vuelve humanos.

Al exhibir sus carencias, los reinventa.

Al mostrar su lado ridículo, los saca del aburrido panteón nacional.

Enrique Serna mostró en El Seductor de la Patria a un Antonio López de Santa Anna anciano, ciego, enfermo y empecinado en limpiar su nombre a través de la escritura de sus memorias.

La crudeza del autor exhibe a su personaje con las luces y sombras que toda estatua carga en la espalda.

Pedro Jota Fernández reinventa el género de la biografía novelada desde la provocación.

Y es que hay que tener valor para abordar como lo ha hecho a los villanos de la historia patria.

Primero lo hizo con Porfirio Díaz.

Ahora lo hace con Agustín de Iturbide.

Pedro Jota Fernández es un provocador nato.

Y es que muestra a Díaz y a Iturbide desde la intimidad.

Su mirada los humaniza.

Su escritura, los reconcilia con la historia.

Antes que nuestro autor, Carlos Tello y Pedro Ángel Palou se habían acercado a Díaz, pero la novela Yo, Díaz se va por otras carreteras.

Los dos primeros contaron el final de una vida.

Pedro Jota narra la historia completa.

Escribir sobre Porfirio Díaz como lo hizo entrañó riesgos severos.

Para su fortuna, no sólo salió ileso de la aventura sino que ubicó su nombre en ese extraño jardín de las letras mexicanas.

Enrique Krauze ha dicho que en México hacen falta las biografías para entender mejor a nuestro país.

No hay una tradición, como sí la hay en Europa, en ese sentido.

Pedro Jota Fernández retomó esa tarea por fortuna y ha logrado hacernos ver la historia con otros ojos.

Como buen provocador que es, seguramente en sus proyectos futuros están las biografías noveladas de otros villanos del panteón civil y militar mexicano: Hernán Cortés, Lucas Alamán, José Vasconcelos o Gustavo Díaz Ordaz.

Odiados y temidos, merecen la mirada inteligente de Pedro Jota.

Decía Octavio Paz que México le debía una estatua a Hernán Cortés.

En efecto: nuestro padre español sigue siendo satanizado al exceso por la demencial cultura nacionalista.

Iturbide está en esa órbita también.

Juárez, Hidalgo y Morelos, quizá en ese orden, son los héroes más venerados por nuestros cursis nacionalistas.

Por eso con sus apellidos han bautizado estados de la República, avenidas importantes, escuelas y teatros porfirianos.

No hay un solo estado que se llame Iturbide.

Pocas calles llevan ese apellido maldito.

Las escuelas se llaman Vicente Guerero o Guadalupe Victoria. Nunca, faltaba más, Agustín de Iturbide.

El libro que hoy presentamos retrata a Iturbide con una prosa educada plagada de matices.

Pedro Jota nos lleva con sus descripciones a los salones de lujo de la Nueva España, pero también a los pueblos más sórdidos.

Una buena novela lo es en parte por sus diálogos.

Los personajes de esta novela hablan como nos imaginamos que hablaban en la vida real.

El tono es verosímil.

Los giros de lenguaje también.

Iturbide habla como escribía.

Y vaya que escribió muchísimo.

Lo mismo cartas que un diario secreto.

La escritura de Pedro Jota no se parece a la de ninguno de sus contemporáneos.

Hay ecos, sí, de Martín Luis Guzmán —tan poco leído actualmente—y Lucas Alamán —enterrado en el Panteón de los Reaccionarios Mexicanos—, pero también de Víctor Hugo y Gustave Flaubert.

Pensé en este último cuando el autor roza el erotismo a través de la enigmática Tomasa —juzgada y ajusticiada “por seducir a las tropas del rey”— y la sensual “Güera Rodríguez”: dueña de “labios carnosos y ojos carnales”.

Iturbide, por cierto, corrió en todas las autopistas de la política: desde la lealtad hasta la traición pasando por la locura que produce el poder omnímodo.

Fue, por usar un tópico, un hombre de su tiempo que vivió intensamente.

Cosa curiosa: como hoy lo hace López Obrador, Iturbide también se pronunció en contra de la corrupción y otros vicios mexicanos, y reivindicó la “felicidad social”.

Gracias, Pedro Jota, por sacar de la ignominia a Agustín de Iturbide.

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